Sudamérica, en el «Jardín (online) de las delicias»
Es una época sísmica para la región. La violencia simbólica en las redes sociales tiene un correlato en el territorio. Las cuentas pendientes del pasado nos distraen de los desafíos del presente. El presente exige sincronía con los problemas del pasado y los nuevos desafíos.
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Por Gonzalo Sarasqueta1
«Un día encontrarás alguien que se obsesionará contigo. Lo más probable es que sea un demonio, pero algo es algo». La premonición pertenece a Comunismo Satánico, un grupo radical de Facebook con más de 2600 seguidores, entre ellos Fernando Sabag Montiel: la persona que intentó asesinar a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández. Catálogo Paranormal, Centauro 996 y Conocimiento Oculto, por citar otras comunidades, completan la dieta digital del agresor.
Es una época sísmica para la región. La violencia simbólica que observamos en las redes sociales tiene un correlato en el territorio. Por recordar algunos acontecimientos: Jair Bolsonaro fue apuñalado en 2018 (debido a este tipo de sucesos, Lula da Silva ahora usa chaleco antibala), el equipo de seguridad de Gustavo Petro sufrió hace unos meses un ataque con armas de fuego y, semanas atrás, el expresidente Mauricio Macri denunció amenazas de muerte. La política está ingresando en un campo vidrioso, donde la palabra pierde la pulseada con la furia.
El reciente estudio de Data Reportal pone sobre la mesa unas métricas llamativas: de los cinco países que más horas diarias pasan en internet, tres son sudamericanos. El ranking es el siguiente: Sudáfrica, 10:04 h; Filipinas, 9:58 h; Brasil, 9:42 h; Colombia, 9:28 h; Argentina 9:23 h. Ergo: en dichas naciones, más de un tercio del día estamos enchufados a la web. ¡Sí, más que una jornada laboral estándar! Tan interesante como preocupante.
El informe alumbra otro dato particular de escala global: el 60,1 % de las personas usan internet para buscar información. Esto quiere decir que nuestra percepción de la realidad está constituida, en buena medida, por los contenidos que circulan en el ciberespacio. Y la red es como el Jardín de las delicias del Bosco: está el edén, pero también el infierno. Uno puede firmar en change.org para defender la selva amazónica y, en el siguiente clic, ver la masacre del supremacista Brenton Tarrant en Christchurch, Nueva Zelanda (el video original del atentado, que grabó el asesino, fue visto unas 4000 veces antes de que Facebook lo bloqueara). El infinito digital también tiene su lado oscuro.
La manada digital
Los sudamericanos tenemos la sensación de que la ciberdemocracia aún no desembarcó en estas tierras. Pensamos que es un artificio del primer mundo. Hater, protección de datos, grooming, cámaras de eco o ciberdefensa forman parte —supuestamente— de un glosario lejano, que solo vemos en las películas noir de Netflix o en series como Carbono alterado. Pero no. Como muestran las estadísticas (y los hechos), estamos expuestos a dichos fenómenos.
En How Minds Change (2022), el periodista científico David McRaney recolecta diversos conceptos de la psicología social que pueden aplicarse a nuestra realidad. Uno de ellos es psicología tribal. Los humanos somos animales gregarios. Estamos dispuestos a sacrificar el yo para integrar, crear y/o salvar un grupo. Entre tener razón o tener grupo, nos quedamos con lo último. Este sentido colectivo llevado al extremo es lo que, por lo general, impulsa a los llamados lobos solitarios a cometer una atrocidad. Ellos sienten que están sacrificándose por una causa mayor: Alá, el mundo occidental, la patria, la pureza blanca, etcétera. Ese motivo supremo cohesiona a una comunidad (concreta o imaginaria), a la que el fanático aspira a formar parte y ser premiado simbólica o materialmente.
La lealtad a la manada no tiene techo. Y ahí reside el problema. Los sujetos estamos dispuestos a todo para ser aceptados, desde ponernos una remera o usar un hashtag hasta viralizar contenido violento o producir un atentado. Son todas señales —claramente, de diferente intensidad— que emitimos al rebaño. Deseamos ser sus mejores socios; incluso, a costa de nuestra subjetividad. De la mirada social depende nuestra autoestima. Como asegura la socióloga Brooke Harrington: «La muerte social es más aterradora que la muerte física».
Y el inconveniente en la ciberdemocracia es que, para optimizar nuestro tiempo y esfuerzo, el algoritmo nos reúne en barrios digitales, donde todos sienten, consumen o piensan parecido a nosotros. Gracias a él, descubrimos una cantante de trap en Spotify o un thriller político en Filmin.es. Pero, a su vez, si no rompemos la dieta informativa que nos propone a través de publicidad, posteos o sugerencias porcentuales («97 % de coincidencia»), nuestra visión del mundo se angosta y solidifica. Perdemos flexibilidad para pensar. Ingresamos en una especie de bucle autoconfirmatorio, del que cada vez nos cuesta más salir.
Mientras tanto…
Referéndum inflamable en Chile, balotaje cortante en Colombia, elección apocalíptica en Brasil: sin duda, la polarización atraviesa la región. ¿Qué relación tienen estos procesos electorales con la mentalidad de rebaño y el ciberespacio? Bastante. Las redes sociales son aceleradoras del enfrentamiento radical. Agudizan identidades preexistentes. Las mismas horas que le dedicamos al sueño, nos entrenan como seguidores de un colectivo determinado. Confirman sesgos, prejuicios, miedos y estereotipos. Nos acercan el material propicio para ser sus miembros ideales.
En simultáneo, perdemos la capacidad de escuchar visiones ajenas. Es lo que pasa cuando nos cruzamos en un grupo de WhatsApp con algún amigo del colegio que vota a la oposición y comparte un meme que ataca a nuestro imaginario. Nos electrifica. Nos pone a la defensiva. Como nuestros ancestros cuando cazaban, el cerebro se activa en modo lucha o huida: liberamos adrenalina (la hormona del riesgo), segregamos cortisol (la hormona del estrés), se nos tensan los músculos, transpiramos y aumenta la frecuencia respiratoria. Reaccionamos como si se nos apareciese un oso en el bosque.
Esta endogamia digital impacta en nuestra convivencia cívica. La democracia es una disputa narrativa que, históricamente, se ordenó con el oficialismo desplegando un relato positivo (repaso de logros) y la oposición vertebrando un relato reactivo (crítico de la gestión).
Hoy, ese juego de roles es difuso. Tanto las fuerzas que ocupan la nave estatal como las que esperan en el llano optan por contrarrelatos: narraciones negativas que tienen como objetivo cardinal erosionar al adversario. En términos de Burke (1969), se construye identidad más por antítesis (rechazo de valores) que por simpatía (compartir valores).
Esta mecánica binaria atenta contra las narrativas maestras: las grandes historias que nos unen como país. Así, se fragmenta y tensiona el tejido social. ¿Resultado? Intolerancia ciudadana y sistemas políticos gaseosos.
Desde 2018, en Europa se aplica el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD). En Sudamérica, ni siquiera hay un germen de debate al respecto. Mucho menos sobre el funcionamiento de los algoritmos y sus efectos en el debate público. Ocupados en las cuentas pendientes del pasado (pobreza, desempleo, corrupción estructural), nos olvidamos de los desafíos del presente. Deducimos que los problemas tienen edad. Y los más viejos tienen prioridad. Un enfoque diacrónico. Pero la época exige sincronía y, sobre todo, reflejos. Justamente, ahí se esconde el poder hoy en día, en la velocidad.
1Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Investigador asociado del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales (ICPS) de la Universidad Autónoma de Barcelona.
*Este artículo fue publicado en dialogopolítico.org el 11 de octubre de 2022