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Este 1 de mayo, cuando las facciones del MAS festejen un nuevo aniversario de la nacionalización de los hidrocarburos de 2006, el semblante del país será distinto: en vez de aprobación y entusiasmo, probablemente aflore un rostro de frustración y desaliento. Ya pasó el lapso de las ilusiones; sobrevienen las preocupaciones y temores.
Con la perspectiva del tiempo, y a la vista de los resultados concretos, los bolivianos tenemos suficientes elementos para reevaluar el impacto real de aquella medida. Es verdad que en todos estos años corrió mucha tinta en artículos, crónicas, libros. No son pocos los especialistas y analistas políticos que han estudiado esa medida; quizá la más icónica del gobierno del MAS, que marcaría el carácter del régimen político implantado 18 años atrás. La nacionalización, en efecto, definió el perfil estatista y populista de la política hidrocarburífera que vino a cambiar radicalmente la política de apertura al capital extranjero -aplicada por sucesivos gobiernos- como el pilar de un proyecto energético y de desarrollo nacional hacia el siglo XXI.
También es cierto que durante mucho tiempo el clima de opinión estuvo contaminado por una intensa campaña propagandística; de hecho, sesgada en la narrativa política, los argumentos y los datos presentados. El relato oficial encontró eco en las ilusiones de un país impaciente por los beneficios de un negocio promisorio. Se nutrió, sin duda, de las expectativas rentistas alentadas por políticos oportunistas, sindicatos y grupos corporativos -ancladas en una cultura política proclive al patrimonialismo estatal y al clientelismo como fuentes de beneficios y prebendas-.
Pero no faltaron voces que advirtieron del peligro de matar la gallina de los huevos de oro, al entregarse el control de la industria petrolera a YPFB (sin capacidad gerencial, tecnológica y financiera), además de socavar la confianza de los inversionistas en el país. Esas voces remaron contra la corriente sin conseguir detenerla. La nacionalización tuvo la fortuna de entroncar con el super ciclo de las materias primas que disparó los precios internacionales (el precio del gas se cuadruplicó, y quizá más). El resultado inmediato fue un salto enorme en producción y exportación de gas, lo cual, cómo no, convirtió la renta petrolera en la mayor fuente de ingresos fiscales y el sostén financiero de una extensa red clientelar en manos del partido gobernante.
En medio de euforia nacionalista, no se reparó en que esa bonanza de recursos fue posible por las inversiones exploratorias de varios años antes, que condujeron al descubrimiento de los grandes campos de gas natural. Tampoco se quiso escuchar que, si el proceso de inversiones se interrumpía, el ciclo virtuoso de reservas-producción-exportación-reposición de reservas, se vería erosionado, y que la oferta de gas tendería a desplomarse. Pero todo eso pareció no importar mucho; tampoco la advertencia de que al postergarse la búsqueda de nuevas reservas se renunciaba a ampliar la capacidad productiva. La prioridad de ese instante era maximizar los ingresos del gobierno, de manera que éste pudiera gastar a manos llenas, como sucedió en efecto. El despilfarro populista fue el sucedáneo a la carencia de un proyecto de transformación económica y de producción energética con visión de futuro.
A diferencia de otras nacionalizaciones, la de 2006 no expropió activos ni instalaciones, pero sí obligó a las petroleras extranjeras a firmar nuevos contratos para seguir operando los campos; ellas, con pragmatismo, eligieron recuperar sus inversiones, y aprovechar el boom de precios. La consecuencia es la sobreexplotación y agotamiento de los yacimientos gasíferos, que ahora sufrimos.
La situación actual es desoladora: la producción de gas sigue una declinación sin fin; no hay descubrimientos que mejoren la relación reservas/producción. A pesar de los altos precios internacionales, las ventas de gas están en caída libre desde 2014. Al descenso de la producción se añade la menor demanda de parte de Brasil y Argentina cuya producción propia crece raudamente. La paradoja de la nacionalización es haber urgido la decisión de los vecinos de acelerar la búsqueda reservas de gas; de hecho, dependen mucho menos del gas boliviano, y hasta podrían prescindir de él, mientras llevan adelante su integración energética. La “guerra del gas” primero, y la nacionalización después, sepultaron el proyecto boliviano de exportar LNG a Norteamérica, que habría diversificado los mercados y atraído un caudal mayor de inversión exploratoria.
Entretanto, la demanda de gas dentro de nuestras fronteras no cesa de crecer. El consumo nacional incide en que haya menos volúmenes disponibles para vender afuera. Más grave todavía es la necesidad de importar combustibles. Desde ya, los notables incrementos en el valor de la importación de diésel y gasolina se deben tanto al aumento en el precio del crudo como a la mayor demanda interna de combustibles. Esto último, junto con el congelamiento de los precios internos, provoca dos efectos: el incremento sostenido de los subsidios al consumo doméstico, y el drenaje continuo de divisas del Banco Central. Los subsidios son un ítem primordial del gasto público y, consiguientemente, del abultado déficit fiscal de una década.
La historia triste es esta: un país que soñó con ser el centro energético de Sudamérica, incluso con exportar energía más allá del mercado regional, construyendo plantas de licuefacción en el Pacífico, se ha convertido en importador neto de energía (el valor exportado de gas natural es menor al valor de los combustibles importados). En la medida en que la producción gasífera sufre una debacle estructural, cumplir los compromisos de exportación se ha puesto cuesta arriba; eventualmente, necesitaremos importar gas para cubrir la demanda interna.
En buenas cuentas, la nacionalización paralizó las inversiones exploratorias; la ficha clave para sustentar la producción, expandir la exportación y proveer fondos a la inversión pública y los programas sociales. La confianza internacional en Bolivia se hizo trizas. La amistad política o la afinidad ideológica no evitaron el desaguisado. Lula, en Brasil, se tragó la humillación, pero su gobierno invirtió cantidades millonarias para no depender de un proveedor irresoluto. Argentina firmó un contrato, que lo necesitaba, pero no dejó de procurar alternativas de abastecimiento. Chile clausuró su esperanza en una nueva relación comercial y política positiva con Bolivia. Perú no desaprovechó la ocasión para avanzar en sus propios proyectos gasíferos. Y el mercado norteamericano se olvidó del gas boliviano.
El legado de la política del MAS es haber destruido una industria que pudo haber cambiado el destino y la posición de Bolivia en la región. Lo que queda es el descalabro de YPFB, un Estado fiscalmente quebrado, una economía que se hunde, un país expuesto a desabastecimientos y crisis energética. ¿Cuánto tiempo tomará reconstruir la industria petrolera? Quienes asocian soberanía con empresas públicas y control del Estado sobre la economía deben sacar lecciones de la aventura nacionalizadora: no hay nación más vulnerable que la que no puede asegurar sus fuentes de energía.