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Clima enrarecido y de alta conflictividad en el que Bolivia llega a un nuevo recordatorio de la proclama formal de su independencia de la corona española. Digo recordatorio y no celebración, porque los tiempos que corren hoy no están como para festividades. No solo porque la mayoría de los bolivianos aún padece por las heridas abiertas por la pandemia del COVID-19, sea por la muerte de seres queridos o por el impacto en la economía, sino porque también, por si eso no bastara, soporta los duros embates que le llegan a diario y cada vez con más fuerza desde los poderes públicos que deberían protegerla y animarla.
Lo ocurrido este 6 de agosto durante el acto oficial para recordar los 196 años de Bolivia es apenas el ejemplo más reciente de una larga lista de absurdos que llevan a decir que, por ahora, hay poco o nada para celebrar. El discurso del presidente Arce solo sirvió para reanimar un fuego que amenaza, en serio, convertir en cenizas lo poco que resta de ese ideal de nación que marcó la gesta libertaria de inicios de los años mil ochocientos. No se escuchó la voz de un presidente nacional, sino más bien las arengas incendiarias de algún señalado por un partido, enviado a un campo de guerra dispuesto a matar al enemigo.
Por supuesto que lo ocurrido el viernes es apenas una gota más al caudal que se ha ido acumulando a lo largo de casi dos siglos de historia republicana. Una historia marcada por tantos desencuentros, que ha llevado a más de un boliviano a preguntar si Bolivia es o no un país viable. Una interrogante que ha resurgido con fuerza en estos últimos meses, tras el repunte de la conflictividad social y de la confrontación política alentadas por la cúpula del partido del gobierno central. Pero también, en lo particular, resultado de lecturas y de relecturas sobre Bolivia. Entre otras, “El atraso de Bolivia”, el nuevo libro del economista Rolando Morales Anaya que busca respuestas a la pregunta: ¿cuándo y por qué Bolivia se atrasó en su desarrollo?
Los hechos de la coyuntura política y esas lecturas, más los comentarios y desahogos que circulan por las redes sociales sobre Bolivia, me llevaron una y otra vez a la pregunta: ¿es Bolivia un país viable? Para tratar de encontrar respuestas decidí iniciar un ciclo de charla sobre el tema, buscando miradas interdisciplinarias que van desde la percepción de que el dilema de fondo de “Bolivia no es que no avanza, sino que no termina de morir”, hasta la de quien cree más bien que Bolivia “goza de muy buena salud, funciona y avanza”. Una y otra sustentada en razones históricas y lógicas.
Una reflexión que no puede prescindir de un recuento histórico que cubra no solo estos 196 años de independencia como república, sino también que abarque los años previos al 6 de agosto de 1825. Es precisamente en esos años previos donde podemos encontrar un listado de hechos que ayudan a encontrar razones para tantos desencuentros posteriores y que se arrastran hasta hoy. Y menos puede prescindir de la mirada joven que habita hoy Bolivia, una mirada que también va desde el escepticismo, fruto de lo que recoge en su vivencia diaria como estudiante o profesional, hasta una mirada más bien esperanzadora, pero que a la vez interpela a los poderes fácticos y a la misma sociedad boliviana.
Para los escépticos, Bolivia difícilmente será un país viable. No por falta de condiciones materiales, sino más bien por carencias en la formación de una ciudadanía sólida, poblada de sujetos con derechos y deberes, capaz de avanzar en la construcción de ese país viable y posible, cómo no. Para los optimistas, Bolivia sí es viable. He recogido miradas y sentires que fijan su optimismo sobre todo en las generaciones que son capaces de romper con el círculo vicioso de pesimismo y negatividad en la que está preso el país. Ojo, no se trata de generaciones nuevas, exclusivamente, sino también de adultos que piensan como joven (ya se sabe que hay muchos jóvenes viejos, por decirlo de alguna manera).
Confieso que estoy entre los escépticos, y no porque vea el vaso medio vacío y no medio lleno, sino simplemente porque veo el vaso por la mitad (como diría Demetrio Soruco, en el recuerdo que hace de él Gary Rodríguez, en uno de sus artículos de opinión). Un vaso con contenido estancado. Quiero creer, sin embargo, en el optimismo de los que ven con esperanzas a Bolivia, de los que creen que solo falta ponerse a trabajar en un proyecto de país que deje de lado el tono lastimero, el discurso del odio, la apuesta por la violencia y la confrontación, y lo reemplace por otro cargado de vida. Confío que se impongan esas voces dentro de las organizaciones en las que actúan, sean civiles o políticas. Pero urgen señales claras de que ya se inició esa batalla. Estamos contra reloj.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo