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Coca-cocaína, más allá del espectáculo

Erika Brockmann Quiroga

Psicóloga, cientista política y exparlamentaria

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Son pocos los espacios destinados al análisis de la problemática del tráfico de cocaína, sus implicaciones para la democracia y la urgente necesidad de evaluar y repensar las políticas públicas para combatir sus efectos perversos en la sociedad. En agosto, la Asociación de Periodistas de La Paz puso sobre la mesa el tratamiento de este espinoso tema. Roger Cortez, investigador de oficio, compartió información que junto a instituciones y otros investigadores trabajan el tema alejadas de los reflectores y su tóxica instrumentalización política. Ello agrega a otros debates sobre la regulación de las drogas.

Y es que, sin darnos cuenta, vamos superando los dos dígitos en toneladas de droga originada en Bolivia e incautada fuera del país. Con el agravante de haberse limitado, en dichos operativos, el acceso de información reservada a las autoridades nacionales que explican se complica y disimulan sin éxito su pobre desempeño. Preocupa el (auto) marginamiento de Bolivia de los mecanismos internacionales de lucha contra el narcotráfico. Lucha contra el imperio ya no debe ser pretexto.

Develado el escándalo en torno al caso Marset, Gustavo Petro, presidente colombiano, alertó que las mafias dedicadas al tráfico ilícito de drogas apuntan a establecer actividades y una economía ilícita en territorio boliviano. Es una amenaza resultante de la modificación en la geografía del mercado de la cocaína que mira hacia el sur y penetra al otro lado de la cordillera de los Andes a la par de su desplome, el elevado consumo de fentanilo y otras combinaciones letales en los EEUU. Este giro en los circuitos de producción, transformación y distribución de cocaína no es un dato geopolítico menor.

En el reino de la informalidad, de la debilidad institucional, de fronteras porosas a lo largo de más de 6.500 km y de territorios vacíos de Estado, la economía de la coca-cocaína no puede entenderse al margen de delitos como el contrabando, lavado de dinero, extorsión, trata de personas y violencia, entre otros. Lamentablemente, poco avanzamos en la construcción del Estado Integral que según el teórico del proceso de cambio debió desplazar al Estado Aparente. A más de 17 años de hegemonía del poder del MAS, ¿no estaremos frente a una promesa incumplida o fallida pretensión fundacional del Estado?

De los argumentos trazados por Cortez y otros rescato la propuesta de “nacionalizar” el debate sobre sobre la coca excedentaria y las políticas para combatir el tráfico de drogas, lo que implicaría neutralizar el poder de veto y chantaje de los cultivadores de coca empoderados para involucrar a otros actores ciudadanos. Asimismo, es hora de retomar la discusión sobre los efectos del “prohibicionismo” y el fracaso de la estrategia de lucha antidroga. Urge evaluar sin miedo las lecciones aprendidas en este empeño, entre ellas la política de erradicación forzosa o voluntaria de cocales excedentarios, el rol del desarrollo alternativo y el curioso modelo de “autorregulación” propiciado por el empoderado sector de cocaleros.

“Es tiempo de dejar de hacer más de lo mismo”, insiste Gonzalo Flores. En décadas, en Bolivia se erradicó una superficie acumulada de 252.963 hectáreas de cultivos de coca excedentaria en operativos altamente costosos y conflictivos para el país y la comunidad internacional. Entre erradicar y resembrar plantas de coca no solo hemos cosechado frustraciones sino que los cultivadores de la “hoja sagrada” aprendieron a autorregular su producción, extensión, reducción e incluso precios vinculados directa o indirectamente a su transformación en cocaína gozando para ello de la complicidad de sus propias comunidades.

Para los pesimistas y/o realistas no hay soluciones a la vista. Si bien el giro en las políticas prohibicionistas resulta polémico, cabe reiterar que cualquiera sea la orientación del cambio estamos frente a un problema global, cuya solución debe ser globalmente debatida y aplicada. Bolivia es apenas parte de un engranaje cuyo aislamiento y debilidad institucional es preocupante. La despenalización eventual y el desmontaje progresivo de la maquinaria delincuencial no sería sostenible de no asumir sus efectos como un problema de salud pública de alta prioridad. Dejando de lado respuestas inerciales, habría que redoblar esfuerzos e ingenio en la regulación, prevención y rehabilitación destinada a proteger a la población de las consecuencias toxicas y letales del consumo descontrolado de cocaína y drogas de novedosa factura.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo

 


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Erika Brockmann Quiroga

Psicóloga, cientista política y exparlamentaria

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