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Siempre ha sido así. Lo que a unos les parece ridículo a otros les parece brillante. Con Evo Morales la cosa no cambia. Puede decir cualquier barbaridad – lo hace con frecuencia-, pero siempre tendrá un coro de incondicionales con las manos enrojecidas por la frenética reiteración de los aplausos.
Pero ahora este fenómeno ya no pasa de las fronteras como antes, cuando desde esa mirada paternal que caracteriza a algunos intelectuales europeos se pensaba que Morales era algo así como el gran vengador de la conquista. Pero, bueno, hasta la gente muy leída se equivoca y sacude la cabeza desconcertada cuando observa la realidad sin la venda del apasionamiento.
Morales continúa gobernando Bolivia. Goza de todos los beneficios del poder, pero extraña algunas de sus comodidades. Manda sobre las instituciones que le interesan. Para él vale más el control sobre las Fuerzas Armadas, la policía y los movimientos sociales, que el de unos cuantos ministerios. Eso lo deja para otros. Sabe que para un gobierno autoritario importa más perfeccionar los mecanismos de control que los de gestión. Por eso recomienda ser como Maduro, quien reina sobre un país en ruinas, pero finalmente reina o cómo Daniel Ortega, que en las carreras electorales solo corre contra si mismo.
Llega un momento en el que a los dictadores ya no les importa tanto que los quieran, porque en su credo vale más el temor que el aplauso, el aplauso temeroso, que la admiración genuina.
Tampoco les quita el sueño perder la silla, mientras conserven un mando que ejercen desde cualquier parte. Morales quiere ser como los Castro de Cuba, que ahí siguen, momias a las que solo el mito alienta sus latidos, retratos empolvados que siguen con la mirada a quien los observa.
Pero a todo tirano le llega el día de comenzar a rendir cuentas y entonces comienza su irreversible proceso de conversión en estatua de sal.
A Morales también le llegó su día, precisamente ahora que el fallo tardío – pero inapelable – de una Corte Internacional le confirmó al mundo que el ex mandatario hizo trampa, que las dictaduras no se pueden legalizar y que los que pretenden disfrazar sus perversiones políticas como derechos humanos son peligrosos delincuentes.
La historia convulsa y trágica de Bolivia en los últimos años tiene un responsable: Evo Morales. No solo desconoció resultados adversos de consultas públicas, sino que además transformó la Constitución en una especie de borrador al que asignaba valor en la medida en que se ajustaba a sus intereses y con la ayuda de jueces obsecuentes.
Quien fuera mandatario legal en sus primeros años, no sólo participó ilegalmente de los comicios de 2019, sino que pateó el tablero cuando se sintió perdido y desató una escalada de violencia que provocó miedo, muerte e incertidumbre.
No sólo huyó dejando en el aire una cerilla encendida sobre el combustible de la tensión social – eso ya lo confesó-, sino que ordenó crear el mito de un golpe para explicar su huida y desató una venganza despiadada sobre sus adversarios.
Pero la confirmación de la trampa destruye al “héroe” incluso entre los que hasta hace poco le rendían culto. Queda al descubierto la realidad vergonzosa detrás del mito y la historia vuelve a ocupar las páginas de las que alguien quiso borrarla.
Morales ya no es más el indígena irredento, heroico y generoso con los más débiles, que sus propagandistas de cabecera quisieron mostrar. Es solo un delincuente al que la justicia internacional le ha impuesto su primera condena.
Este desenlace genera oportunidades también para Arce, su gobierno y el propio partido. La disyuntiva es si seguirán deambulando por el camino incierto y peligroso por el que los conduce Morales o si aprenderán a recorrer el suyo.
El dictador ya perdió la silla. Solo queda que Arce también asuma el mando. De lo contrario, Bolivia quedará en manos de los talibanes .
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo