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Bolivia, país de sobresaltos… y de hecatombes que bien pueden ser prevenidas. Cuando el país encontraba sosiego, luego de un exitoso paro cívico contrario al gobierno y de una posterior profusa marcha de apoyo en favor del mismo, nos sorprende la arremetida policial del 9 de diciembre en Potosí contra CONCIPO y la detención de su ex dirigente Marcos Pumari.
Ninguna mente maligna podría haber imaginado mejor escenario para reavivar el enfrentamiento y volver a poner el país al borde del caos. ¿Irresponsabilidad de mandos medios, consignas de estrategas más allá de nuestras fronteras, designio deliberada de nuestras autoridades para estimular un definitorio ajuste de cuentas…?
La polarización es inevitable cuando no hay reconciliación. Este último término, sin embargo, para el gobierno parece ser término políticamente incorrecto. Sin embargo, en situaciones como la nuestra es sola alternativa al desbarajuste. ¿Por qué la actual administración es reacia a aquello que sí le permitiría ejercer sus funciones adecuadamente?
La reconciliación es condición de gobernabilidad. Se construye mejor cuando hay menos ruinas que despejar. Es por ello que el restablecimiento exitoso de proyectos nacionales y sociales se los emprende generalmente previa reconciliación de las partes enfrentadas. Es el caso de España, después del franquismo, de Sudáfrica, luego del apartheid y de Chile, en seguida del retiro del pinochetismo. Los conflictos en Bolivia, previos al retorno del MAS al gobierno el 2020, ni de lejos evocan la acuidad y conmoción de los ejemplos citados.
Sin embargo, hay también casos en que la reconciliación no es encarada, sino más bien rehuida, lo que generalmente finaliza en el colapso de quienes juegan a ser aprendices de brujos. Sucedió en Yugoeslavia cuando las tensiones étnicas fomentadas por una burocracia gubernamental ineficaz y decadente, culminó en la desintegración de esa república. Sin embargo, hay también −especialmente en nuestro continente− casos de países que hicieron de la crisis y del odio condición de existencia. Sobreviven tristemente en base de mitos que la realidad desmiente y con un costo muy alto: la postración material y espiritual de su población.
¿A dónde nos encaminamos, en Bolivia? Nuestra historia nos señala que ambiciones tiranas frecuentemente concluyen en el tiranicidio. Somos un pueblo incómodo, pero ansioso de estabilidad; revoltoso, porque es la manera como manifestamos nuestra necesidad de estabilidad y de estructuras que la garanticen. Es como si Bolivia tuviese una potencia a desplegar, aun insuficientemente motivada y menos implementada. En esa perspectiva, instintivamente un pueblo víctima de un Estado disfuncional y protagonista de un proyecto nacional también en construcción, ejecuta siempre el reflejo de evitar aquello que pueda consumirla definitivamente, rebelándose rabiosa y extremamente para eliminar lo que puede poner en riesgo su existencia y la posibilidad de culminar su destino. Es pues más sabio y previsor evitar el trastorno que puede consumir a quien lo inicia.
La reconciliación es, en ese panorama, una política de subsistencia, de economía, para acometer una construcción nacional y social. Solo pueden mostrar desinterés en ello quienes con objetivos egoístas buscan iniciar un incendio, para tratar de jugar, después el papel de voluntariosos bomberos.
El principal interesado en esa reconciliación debería ser el gobierno y, sobre todo, nuestro primer mandatario. No es nada honorable que los acontecimientos lo muestren como interino, cuando debería ser el titular. La oposición debería también preguntarse si no es el interés superior estabilizar una administración efectiva, legitimada por el voto ciudadano, como condición para frenar los apetitos de quienes irresponsablemente tramoyan el desorden como condición para imponerse.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo