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Líderes y héroes

Hernan Terrazas

Periodista

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Las cosas no suceden por casualidad y mucho menos cuando hablamos de historia. No hay eventos inesperados, salvo aquellos que son detonados por las fuerzas de la naturaleza. El resto es obra de los seres humanos.

En 1982 cuando Bolivia comenzó a dar los primeros pasos de su historia democrática, el rumbo parecía irreversible. La sociedad había decidido transitar por ese camino y los riesgos quedaban atrás. Incluso las fuerzas de la derecha, cuyo compromiso con la democracia no era del todo firme, sabían que la opción militar había quedado desechada para siempre y que solo quedaba la de las urnas. 

Los astros de la política internacional, sobre todo de Estados Unidos y Europa, estaban también alineados y la pulseta de los bloques mundiales se inclinaba, aunque no del todo, a un futuro donde las dictaduras, de cualquier color, no tenían cabida y el respeto a los derechos humanos era una prioridad. 

No fueron tiempos fáciles para el país. Dejar atrás la inestabilidad política supuso ingresar en un periodo de turbulencia social y de transición hacia un nuevo modelo de administración de la economía. Pero la democracia estaba ahí  y, al menos en parte, compensaba las otras dificultades.

Durante casi 25 años, incluso en circunstancias críticas, las reglas del juego fueron respetadas. Aunque no faltaron tentaciones, a nadie se le ocurrió cambiar caprichosamente las reglas para perpetuarse en el poder y ningún gobierno, hay que subrayarlo, convirtió la justicia en un brazo ejecutor de la persecución política.  Incluso cuando hubo necesidad de dictar medidas de excepción se lo hizo con sujeción a lo establecido en la Constitución para ese tipo de circunstancias. 

Si bien la relación entre prensa y poder fue por lo general tensa y generó uno que otro exabrupto, no se llegó al extremo de amenazar las libertades o de organizar “ejércitos” de militantes disfrazados de “opinadores” para intimidar a periodistas o descalificar a medios. El poder tuvo siempre una contraparte crítica en la prensa, pero aprendió a convivir en ese escenario. Fue un diálogo difícil, pero no devino en monólogo autoritario. 

La construcción democrática tuvo muchos aciertos, pero también profundos errores. La modernización de la economía benefició a algunos, pero dejó fuera a muchos. Hubo una acumulación peligrosa de deuda social que a la larga se transformó en un factor de desencuentro y tensión. 

Tal vez, es solo una hipótesis, el manejo de la economía de entonces recayó en profesionales prestigiosos, formados en universidades estadounidenses o británicas, muy capaces para el ajuste y la reforma, pero sin la sensibilidad y experiencia de vida necesarias para descifrar adecuadamente el país. Los “boys” le dieron un toque de modernidad y “mundo” a la imagen nacional, pero miraron solo de reojo la realidad que disfrazaban los números de una estabilidad aparentemente exitosa. Más atentos al elogio externo que a la aprobación interna descuidaron variables y particularidades locales que no figuraban en los textos. 

Pero hubo también reformas de referencia como el manejo del tipo de cambio, la creación del Fondo Social de Emergencia, la participación popular, algo de la capitalización y el sistema de regulación, que lamentablemente no tuvieron la continuidad necesaria y que, no en todos los casos pudieron reflejarse en políticas de Estado.

En relativamente poco tiempo se avanzó en el diseño e implementación de un programa de institucionalización destinado a garantizar un manejo altamente profesional y transparente de las principales entidades públicas de recaudación e inversión, pero también en este caso todo quedó a medias o penosamente revertido, como ocurrió con la justicia y otras áreas fundamentales.

El gran problema fue que las cosas buenas se hicieron a medias y en un contexto global de crisis que no permitió atender con mayor eficacia y rapidez las demandas sociales y la necesidad de inclusión.

La crisis acentuó el desgaste de los liderazgos y partidos conocidos,  y la ilusión del bienestar vinculado a las reformas y cambios ejecutados hasta entonces fue reemplazada por el desencanto, la exasperación y la violencia.

El siglo XXI en Bolivia ha sido hasta ahora el siglo del desencuentro, acentuado por una visión revanchista desde el estado que limita la posibilidad de lograr acuerdos y construir consensos en torno a los temas más urgentes.

Los adjetivos han sustituido a las ideas y, por una cruel paradoja, el debilitamiento de la creencia democrática ha dado pie al surgimiento de visiones autoritarias, cuya aparición coincidió  con un momento económico inmejorable. 

Los males de hoy no tienen un origen reciente y las responsabilidades se reparten en el tiempo. Lo tarea inmediata es evitar, por todos medios, el colapso de la democracia. La viabilidad de cualquier proyecto político pasa por dar pelea hoy en ese campo, sin pensar en horizontes electorales. Cómo hace 40 años, en plena lucha por el restablecimiento de las libertades, no hay liderazgo sin heroísmo.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Hernan Terrazas

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