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Pobre Bolivia. Pudiendo estar no solo bien, sino mejor, el país va de tumbo en tumbo, en medio de un caos que amenaza convertirse en catástrofe y no precisamente por causas o razones que escapan al control de quienes lo gobiernan, sino más bien, por culpa de ellos. Claro que es una culpa o responsabilidad, como prefieren llamar otros, compartida entre muchos más, pero en esa repartija de culpas o responsabilidades hay, sin duda, una cuota mayor en quienes están en el mando principal de la conducción de los destinos del país.
¡Qué manera de desperdiciar oportunidades, una y otra vez, para encaminar a Bolivia por un camino virtuoso, absolutamente posible! Es realmente una pena, que se aproxima día a día a convertirse en tragedia, que los bolivianos no podamos vislumbrar un futuro mejor para todos. Tal como están las cosas hoy y analizando en detalle cómo actúa el gobierno, a qué apuesta con todas sus fuerzas, es difícil tener una mirada esperanzadora. Por el contrario, las acciones gubernamentales están matando las esperanzas en ese fututo más prometedor. El gobierno central persiste en la imposición de un modelo autoritario, cada vez más concentrador de poder y de mayor control político, confrontador y violento.
¿Hasta cuándo, presidente?, dan ganas de preguntarle al primer mandatario del país, que aun tiene en sus manos la posibilidad de dar un giro en su gestión, de demostrar si es cierto o no lo que muchos sospechan de él, de que no es él quien gobierna, sino el jefe de su partido; de que parece más un delegado presidencial, que un presidente; o, como lo dijo hace poco alguien, un no-presidente. En lo personal, debo admitir que no guardo ni una sola esperanza de que ese giro ocurra. Percibo un presidente preso del afán de la cúpula de su partido en restituir, a como dé lugar, en el trono al jefazo de todos ellos. Por eso la insistencia en el relato del “golpe de Estado”, de la que se derivan tantos conflictos.
El problema ahora es que las consecuencias de esa apuesta están afectando a toda Bolivia y no apenas a unos cuantos seguidores u opositores del partido de gobierno. Este nuevo ciclo de conflictividad, en el que se percibe un aumento de la violencia (verbal y de hecho) y una prepotencia cada vez mayor en la cooptación y manipulación de todos los órganos del Estado, no augura nada bueno para el país, para la sociedad en general que ya está en ascuas, frente a una sensación de indefensión cada vez mayor. Este sentimiento es el que ha aflorado en las últimas movilizaciones vistas en rechazo a las leyes sobre la llamada lucha contra las ganancias ilícitas y financiamiento del terrorismo.
Una sensación de indefensión ciudadana alimentada por actuaciones absurdas como la de la Procuraduría General del Estado (el recuento tardío de las actas de las elecciones generales de octubre de 2019) o el vaivén en las decisiones del Tribunal Constitucional, a las que habrá que sumar también las que realiza el Ministerio Público en el llamado caso golpe de Estado, contradictorias con las vistas en el caso fraude electoral, mismo que la Fiscalía General del Estado ha dado por declarar cerrado. No son temas menores. Por el contrario, son problemas de fondo que, lejos de estar resueltos, se han agravado.
Una maraña de actuaciones que está ocultando los problemas reales que enfrenta el país y a los cuales el gobierno central no está logrando dar soluciones oportunas. Entre otros, los que plantean las demandas en salud, educación, empleo y reactivación económica, por citar los más urgentes. Soluciones que difícilmente podrán surgir, ser planteadas y menos aún ser ejecutadas en medio de un clima de conflictos, confrontación y violencia como es el que vivimos hoy en Bolivia.
¿El país va camino a tocar fondo, tal como están las cosas?, es la pregunta inevitable. Otra pregunta insoslayable es si hay autoridades, instancias de gobierno o de otros niveles del Estado que estén trabajando para evitar que lleguemos a ese extremo. O de la sociedad civil, incluyendo aquí como rol o responsabilidad destacada la de los actores políticos, todos, sin excepción, pero no apenas ellos, sino también los empresarios, profesionales, las universidades, los gremios y organizaciones no gubernamentales. Hoy, tal vez más que nunca, es imprescindible un rol más protagónico de todos estos, pero con la claridad de qué es lo que está en juego y con lecciones aprendidas del pasado reciente.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo