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Antes de que la ciencia logre entender la naturaleza como hoy lo hace, el ser humano se empecinó en crear riqueza de diversas maneras que, si bien han traído bienestar a diferentes sociedades, no contemplaban las consecuencias a largo plazo que tendrían para la vida en nuestro planeta. Los países industrializados podrán jactarse del nivel de vida que sus poblaciones han alcanzado en al menos los últimos doscientos años, pero hemos llegado al momento histórico en que no pueden más ignorar los desastrosos efectos de su expansión económica. Incendios forestales, inundaciones, sequías, desertificación, entre muchas otras manifestaciones del cambio climático, han dejado sin espacio en el debate al negacionismo fundamentalista; no obstante, entre los políticos a nivel global –pero principalmente en América Latina– todavía quedan los negacionistas argumentativos que pierden el sentido común por aferrarse a argumentos de base anti-neocolonial o, incluso en el otro extremo, a justificaciones de corte nacionalista.
Desde el Protocolo de Kioto (1997) hasta el Acuerdo de París (2015), los países industrializados han buscado la forma de contemplar a los Estados en vía de desarrollo en el marco de una política ambiental integral para detener el ascenso global de la temperatura. Los negacionistas argumentativos –nótese la ironía– niegan la importancia de las naciones emergentes en la protección del medioambiente, pues perciben este intento por parte de las naciones industrializadas como una hipocresía en su máxima expresión, en su versión más moderada, y, en su versión más extrema, como un agravio contra la soberanía de los pueblos, una especie de neocolonialismo o incluso una forma de frenar el ascenso económico y político de ciertos Estados en el escenario internacional. En América Latina, políticos con un limitante nacionalismo (frente a una problemática global) y con el redundante y reduccionista argumento anti-neocolonial a menudo se hacen escuchar y, en la práctica, hacen poco por el medioambiente. Por eso es esencial devolver el sentido común y el pragmatismo al debate de la crisis ambiental global.
Países industrializados en Europa, Norteamérica y Asia son, sin duda alguna, los mayores emisores de gases de efecto invernadero del planeta y por ende los principales responsables del cambio climático. Cuando construyeron sus economías, no contaban con las herramientas científicas actuales para medir su impacto a largo plazo o, en muchos casos, simplemente lo
ignoraron. De acuerdo con este hecho, ellos son entonces quienes deben contribuir con mayor peso a la causa ambiental. Es cierto también que ellos han destruido sus bosques y yacimientos naturales para alcanzar los niveles económicos que gozan hoy en día. Y bueno, no solo de ellos, también han explotado muchísimos recursos naturales alrededor del mundo en una política extractivista con la que nos urge dar fin.
En ese sentido, es comprensible que el mundo emergente vea cierto grado de hipocresía en las medidas globales contra el cambio climático. No cabe duda de la ironía que representa que el mundo industrializado se oponga al “modelo de desarrollo” que él mismo creó, peor aun cuando el extractivismo en países emergentes se alimenta de su capital. En otras palabras, las naciones industrializadas no pueden exigir a los países emergentes que reduzcan su impacto ambiental alegando que ellos están haciendo lo mismo, porque cambiar el lugar de la industria contaminante y extractivista, y financiarlo con su capital, no es reducir el propio impacto. Ese es el punto clave de la hipocresía de las naciones industrializadas, y es por eso que la argumentación de una transición verde, por ejemplo de Latinoamérica, debe superar su carácter de imposición y adquirir un carácter completamente endógeno.
Como ciencia, la historia estudia los sucesos del pasado y busca interpretarlos de la manera más objetiva posible con un principal objetivo: sacar conclusiones históricas que contribuyan a la supervivencia y desarrollo de la humanidad. Por consiguiente, si como sociedades emergentes nos obstináramos, por una cuestión económica, a cometer los mismos errores que cometieron sociedades más antiguas que las nuestras, entonces el estudio de la historia no ha tenido sentido alguno. Por supuesto que las naciones industrializadas utilizan sus posiciones de poder en la esfera internacional para promover sus industrias y presionar con movidas neocoloniales a los países emergentes. Por supuesto que nosotros mismos deberíamos decidir, sin injerencia de nadie y en pleno respeto a nuestra soberanía, cómo gestionar nuestra energía, nuestro transporte, nuestras aguas y nuestros bosques. Sin embargo, eso no debe nublar nuestro sentido histórico para construir sociedades nuevas más verdes, más sostenibles y más amigables con los seres vivos. Debemos pensar más allá de los dos clásicos argumentos presentados, pues no podemos continuar construyendo una economía extractivista cuando el mundo va en otra dirección. El costo ambiental y económico a largo plazo será devastador para nuestras sociedades. Y no, no es porque nos lo impongan, es porque hoy en día tenemos las herramientas para saber lo que nos conviene. El futuro es verde en sociedad y en economía; depende de nosotros adaptarnos o repetir graves errores históricos.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo