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Delitos de odio

Juan Ramón Rallo considera que prohibir o sancionar los llamados delitos de odio nos llevaría a transitar hacia una policía del pensamiento.

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Por Juan Ramón Rallo

Uno podrá pensar que golpear un muñeco de Pedro Sánchez delante de la sede del PSOE en la calle de Ferraz de Madrid para celebrar el año nuevo es una astracanada, un espectáculo que puede dejar entrever más bilis que materia gris.

Pero de ahí a querer prohibir semejantes espectáculos o sancionar a sus organizadores y participantes debería mediar un trecho muy considerable. A la postre, el único delito que pueden haber perpetrado los organizadores y participantes de semejante show es el de odiar a Pedro Sánchez (y en extensión al PSOE) o, al menos, el de mostrar públicamente ese odio.

Pero odiar, salvo que queramos deslizarnos por la muy peligrosa pendiente de los delitos del pensamiento, no debería ser un delito: las emociones que se gestan en el fuero interno de cada persona y que no conducen a ejercer la coacción contra un tercero (o sus propiedades) no deberían formar parte del Código Penal.

De lo contrario, estaríamos transitando a una policía del pensamiento que persigue a aquellos que no se plieguen al credo oficial: que no amen a quienes han de amar y que no odien a quienes han de odiar.

Porque odio –o fuerte repulsa– hacia otras ideologías o regímenes políticos (y sus representantes) siempre lo habrá entre amplios sectores de la población. ¿O es que acaso muchos en la izquierda no juzgan que, por ejemplo, Franco y el franquismo han de ser odiados? ¿O es que acaso muchos en la derecha no juzgan que, por ejemplo, Castro y el castrismo han de ser odiados? ¿O es que acaso muchos nacionalistas no juzgan que han de ser odiados aquellos otros nacionalistas rivales que los oprimen imperialistamente o que quieren disgregarse sediciosamente?

En este caso, diríase que Yolanda Díaz ha estado bastante más acertada que su supuestamente más moderado socio de gobierno: “El odio, yo pienso, si me permiten como jurista, no es un delito. Odiar no es un delito. Es un sentimiento que es grave y sobre todo conlleva comportamientos que son indeseables, pero no soy partidaria de acudir a la vía jurídica en estos supuestos”.

No metamos al Estado en las esferas de la vida social en las que no le corresponde entrar.

Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 4 de enero de 2024.


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