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El año agitado de Joe Biden en la Casa Blanca

El presidente sobrevaloró su determinación y aptitud negociadora. Tuvo más voluntad que poder sobre su agenda reformista. ¿Qué tiene que mirar América Latina?

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Por: Gabriel Pastor

El presidente sobrevaloró su determinación y aptitud negociadora. Tuvo más voluntad que poder sobre su agenda reformista. ¿Qué tiene que mirar América Latina?

La inocultable irritación del presidente estadounidense Joe Biden, durante un discurso que efectuó en el Consorcio del Centro de la Universidad de Atlanta el pasado 11 enero, podría haber tenido un significado político más profundo del que sugirió el episodio en sí mismo.

El sorpresivo enojo presidencial, referido a los escollos legislativos a una reforma electoral, bien pudo interpretarse como la exteriorización de un sentimiento de disgusto en general por las frustraciones padecidas durante su intrincado primer año como inquilino de la Casa Blanca.

«Hace dos meses que tengo conversaciones discretas con miembros del Congreso. Estoy harto de estar en silencio», afirmó un cáustico Biden, lanzando dardos venenosos -que continuaron en la siguiente semana- en contra de los legisladores republicanos que obstruyen sus planes reformistas.

El atolladero parlamentario

Los atascaderos políticos en el Congreso no solo están impidiendo aprobar leyes para facilitar el voto de los afrodescendientes. Han significado un poderoso muro que impide que avance el programa  «rooseveltiano» de Joe Biden, en entredicho permanente.

A los 365 días en la Casa Blanca afloran las tirrias del presidente por la oposición republicana. Pero más apegado a la verdad es mirar hacia la propia interna del Partido Demócrata, donde uno o dos senadores de centro han impedido que se conviertan en ley reformas importantes para el presidente, agravando los problema de gobernabilidad.

Es que cada voto es decisivo en un Congreso literalmente partido en dos y que convierte en una odisea hasta aprobaciones de mayoría simple ante un bloque demócrata desquebrajado.

No obstante, es injusto no reconocer ningún mérito al 46º presidente de EEUU, cuyos procedimientos en el ejercicio del poder, sumado un tenaz compromiso con un New Deal del siglo XXI, lo ubican en las antípodas del liderazgo populista de Donald Trump.

A un presidente demócrata que retomó la participación activa de EEUU en la institucionalidad internacional, y la de su propia casa, proclive a la negociación, de vocación por el diálogo, es natural reconocerle aptitudes para poner en movimiento un espiral virtuoso en la gestión de conflictos internacionales o el manejo de una crisis como la pandemia de coronavirus.

Pero la verdad de las cosas, es que ha demostrado responsabilidad por la obra, ha sido un alma voluntariosa en honrar la palabra empeñada, pero de un poder limitado sobre el curso de los acontecimientos.

Democracia vs. autocracia

El regreso hace un año de la primera potencia mundial a la liga de las grandes democracias, se devela como crucial en el conflicto entre la OTAN y la Rusia de Vladimir Putin, por una Ucrania recostada a Europa Occidental, recelosa con razón por la vocación expansionista de Moscú.

Pero recién en este momento es que este frente común pasa por una verdadera prueba de fuego para la estrategia internacional de Joe Biden: la independencia de Ucrania.

Una eventual invasión rusa a Ucrania o un estado de congelamiento permanente del ingreso de Kiev a la OTAN, en el marco de un rediseño de la arquitectura de la seguridad europea, pueden poner en cuestión la fortaleza efectiva -militar,  diplomática y política- de la alianza transatlántica, luego del hándicap trumpistas de una política exterior de “América first”.

La prédica áspera de Biden en contra de los gobiernos autoritarios, impulsando una estrategia diplomática del bloque de la democracia versus los regímenes autocráticos, todavía no ha doblegado las pretensiones de Putin. Tampoco ha ocurrido así con otros gobiernos en Latinoamérica como Venezuela, Nicaragua o Cuba.

El vínculo con China y Rusia

Pese a las palabras duras del mandatario estadounidense, sus advertencias de represalias si continúan los ataques cibernéticos desde Rusia. O las violaciones a los derechos humanos. El jefe del Kremlin se ha mantenido impertérrito. Incluso exhibiendo un talante desafiante que ahonda la incertidumbre acerca del mantenimiento de la paz en territorios centroeuropeos.

Rusia ha sido un constante dolor de cabeza para el presidente demócrata, pero la China de Xi Jinping, un suplicio de gran calado,  “la mayor prueba geopolítica del siglo XXI”, según la Administración Biden.

Washington tiene una agenda propia con Pekín, coherente con su preocupación por el ascenso de China en el ajedrez mundial y el temor de que un modelo de capitalismo de Estado y sin democracia, pueda opacar la supremacía estadounidense, dominante desde 1945.

Joe Biden, pese a las notorias diferencias en la gestión de los conflictos mundiales respecto a Trump, aún no puede mostrar avances significativos en la contienda con Pekín.

¿Una nueva Guerra Fría?

Hay cierto consenso nacional en que se está configurando una guerra fría compleja. 1. Una competencia global feroz por el dominio de la tecnología y el ciberespacio, que se traduce en 2. Demostraciones de poder en maniobras militares, por mar y tierra, que involucra a terceros países, sanciones diplomáticas y una guerra comercial perjudicial para la economía, de 3. Consecuencias insospechadas en el desenvolvimiento de la globalización.

Al igual que con Putin, el presidente Biden no ha tenido ninguna concesión por parte de Xi, quien incluso discrepa frontalmente de los severos cuestionamientos y acusaciones estadounidenses. La respuesta china, interpretando que la Casa Blanca no cambiará su opinión, ha sido embarcarse en un plan de desarrollo industrial y tecnológico de mayor autonomía.

En ese contexto internacional intrincado, ocurrió la retirada a las apuradas de las tropas de EEUU en Afganistán, en agosto pasado, apostadas allí hacía 20 años, ante el avance “sorpresivo” de los talibanes. Fue una decisión sin vuelta de Joe Biden, pese a las dudas de ciertas agencias de seguridad sobre la conveniencia de la salida de este montañoso país asiático.

En una agenda tan caliente, América Latina y el Caribe solo ocupó un lugar por la crisis migratoria en la frontera con México. Un tema que sigue sin resolverse, sobre el que se han generado más medidas y planes de ayuda a América Central. Pero, se mantiene el enfoque restrictivo de Trump en alianza con México y países de Centroamérica.

La polarización interna

Al asumir el cargo, el 20 de enero de 2021, incluso durante la campaña electoral, el líder demócrata explicitó un cambio total en la conducta política presidencial, con la sana intención de zurcir las heridas de una nación dañada por la polarización ideológica y las divisiones raciales.

El mensaje implícito de Joe Biden fue que era posible instalar en EEUU una conversación razonada con un cambio de comportamiento en el ejercicio del poder. Confió ciegamente en su veteranía política en las negociaciones en el Capitolio y en su experiencia diplomática en conflictos complejos de Medio Oriente, Rusia y Ucrania, Afganistán y hasta Colombia.

Quizás subestimó la profundidad y las razones de las particiones políticas y raciales de su país. Quizás confió demasiado en el poder de convencimiento de su afabilidad en el manejo de la cosa pública, creyendo que Trump era el responsable de la desunión y no la expresión de una discordia que se pueden medir en décadas en el mundillo de Washington.

El diálogo dio sus frutos en la aprobación de un plan de ayuda económica de $1,9 billones y una ley de infraestructura de un billón de dólares para acondicionar carreteras y puentes, vías férreas y aeropuertos, y también de mejora en el acceso de Internet y más banda ancha.

Pero falló en que el Congreso apruebe el  buque insignia de su administración, un ambicioso plan de gasto social y de combate al cambio climático, Build Back Better, equivalente a US$ 1,7 billones, que supone un nuevo enfoque de estado de bienestar.

Hacia un balance de Joe Biden

Acerca de la gestión de la pandemia de Covid-19, el problema más acuciante de su primer año de gestión, pueden reconocerse aspectos positivos y otros no tanto.

El 63% de la población totalmente vacunada es la consecuencia de un gobierno activo en la distribución de vacunas, la detección y seguimiento de los casos.

Ello permitió encender los motores de la economía, lo que se reflejó en el crecimiento del nivel de actividad, en una inédita creación de puestos de trabajo y más ganancias de empresas y familias, lo que azuzó el consumo.

Pero Joe Biden pecó de optimista al creer posible que podía declarar la independencia del virus  el pasado 4 de julio, entusiasmado por la disponibilidad de las vacunas y una eficiente distribución en todos los estados.

No tuvo el suficiente poder de convencimiento acerca de la importancia del arma de la vacuna para alcanzar la inmunidad colectiva y ganarle la guerra al Covid-19.

Cuando este experimentado demócrata asumió el cargo, el 20 de enero de 2021, estaba convencido de que sería juzgado por su capacidad para resolver “las crisis en cascada de nuestra era”. Un año en la Casa Blanca puede ser poco tiempo para evaluar con rigor la obra realizada. Pero es suficiente para observar el rumbo y la velocidad del barco, muy lento, por cierto. O impedido de llegar a buen puerto por las anclas de la polarización.

Lamentablemente, América Latina ha estado, una vez más, ausente en la agenda.

Gabriel Pastor:

Periodista uruguayo radicado en Washington, DC. Analista de asuntos latinoamericanos. Maestrando en Filosofía Contemporánea. Licenciado en Comunicación. Exprofesor de tiempo completo de la Escuela de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Sergio Arboleda, Bogotá. Corresponsal del diario «El Observador» de Montevideo

*Este artículo fue publicado originalmente en dialogopolitico.org el 24 de enero de 2022.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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