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Bolivia, entre el bukelismo o el mileismo

Javier Medrano

Licenciado en periodismo y Ciencias Políticas de la Universidad Gabriela Mistral de Santiago, Chile.

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Independientemente de cuál sea la tendencia, ambos – Javier Milei y Nayib Bukele – son caudillos in extremis, cuentan con un apoyo casi incondicional de los millenials, de la generación zeta y hasta de los adultos mayores. Han despedazado el stablishment y las formas acostumbradas en las sociedades de cómo ejercitar la política y referirse a sus militantes. Son un nuevo camino – aunque volátil, complejo y radical y en un contexto con altísimos niveles de incertidumbre, corrupción, crisis económica y desorden social crítico -, que se ve muy bien y sobre todo como una opción atractiva que quiere, de manera decidida, romper el círculo vicioso de “más de lo mismo y de los mismos”.

Sus principales características son actitud disruptiva, escandalosa, atrevida, radical, neoliberal, porque no, y son unos tiburones en las redes sociales; son amados por muchos y odiados por otros tantos, pero para nadie son indiferentes. Siempre son los titulares de la prensa, son la nueva farándula y los flashes son parte de su escenografía. Son las nuevas vedettes de la política regional. Y les encanta y, a la gente, les fascina. Los enamora. Están de moda. Como estuvo en los sesenta y setenta ser de izquierda por un romanticismo absurdo. Como todo enamoramiento.

Entre todos comparten la espectacularidad, la osadía política y la intención – en distintos grados, por supuesto – de constituirse en una especie de pastores hipnotizadores de inmensos rebaños humanos, para quienes se presentan como verdaderas figuras de adoración. Son lisonjeados, son huecos, son cascaras. Sí, pero los izquierdistas también lo fueron. Que nadie se confunda. Fachadas, consignas, retórica y vulgar propaganda. Ni más ni menos. Fueron la misma escoria y siguen siéndolo.

En este escenario, no están descabellado afirmar que la política ha involucionado. Se ha degradado y durante más de 50 años, los líderes políticos tradicionales, con una mirada obtusa y ombliguista, despedazaron la confianza, el rédito político, el manejo de la cosa pública y la administración de las arcas públicas.  Dinamitaron todo. Y, ellos, sobre los cartuchos, le prendieron fuego y saltaron por los aires en su imbecilidad. Y no se entiende porque a algunos les sigue enamorando esa testarudez ideológica cuando sabemos que es un mentidero.

Quizás, debemos precisar que el populismo carece de signo político. No es exclusividad del masismo zurrón, ni la derecha desvaída. Esta clase de política no es, como llaman algunos, pintada de unos y no de otros. Todos están embadurnados en la misma mermelada de la mediocridad. Es una especie de virus que incuban las democracias endebles y que, una vez empozadas con la cicuta, esto fantoches hacen todo para perpetuarse. Y, su sola presencia, es, sin duda alguna, el síntoma de la crisis del ejercicio de la política manoseada, ideológicamente polígama, acomodaticia, narrada siempre desde experiencias diversas, a veces contradictorias. Es, sin duda, una de las drogas que sigue inyectándose en las venas de las democracias de la que muchos políticos son adictos y con quienes no se puede entablar ni siquiera una palabra decente.

Son felices enajenados, desquiciados, desalmados, incívicos, bárbaros y, hasta, incluso, imbéciles.

Pero como todo en la vida, la felicidad, por supuesto, no suele durar demasiado. No para siempre. Y tampoco sus imposturas ideológicas. La economía es la criptonita de los socialistas. Es su costilla rota y siempre lo será. Salvo, por supuesto, para aquellos que defienden, sordos y mediocres, sus bonos, sus subsidios y sus ayudas sociales para toda esa clase de zánganos socialistas.

La estrella de la gestión de ambos es el quiebre total con la política tradicional, con los políticos de siempre y de antes. Es una conducta “revolucionaria” de la derecha y hasta de la ultraderecha que le ha quitado un pedazo muy grande a la izquierda obsoleta, corrupta y desquiciada por sólo defender sus intereses y de una élite izquierdista de intelectuales en pegas muy bien pagadas, embajadas y foros multinacionales. Mientras la economía se drena por la alcantarilla.

Ahora hay un culto al ser supremo, al mesías. Un culto tan fuerte que es fácil que te ataquen en las redes si no sigues su “lineamiento”. O eres mileista en favor de la democracia liberal y la economía abierta o eres un ser despreciable. O eres un bukelista o estas en contra del orden y la seguridad pública a costa de tus derechos. No hay media tintas. Sólo ultranza. Extremos. A eso hemos llegado. Y no es que las medias tintas sean aceptables. Nunca lo fueron. Los amarillos o grises son los grandes culpables de tanta mediocridad; son los más desgraciados que condujeron a todos por el camino de los aspavientos.

Bukele ahora es el “dictador” más cool. Milei es el libertario más cool. Ellos son la moda, los “in”, a los que debemos seguir. Son los iluminados.  La frase para el bronce es: “Aquel que salva a su país no viola ley alguna”, cita atribuida a Napoleón Bonaparte, enarbolada por ambos, sin tapujos.

Ambos son jóvenes y es una parte importante de sus marcas personales, como parte de venta ligada a la tecnología y la modernización. Su casa es Twitter y TikTok, su estilo es casual, su imagen es la selfie, usan gorra, son cumbieros y despeinados o muy bien peinados. Están de moda y Bolivia está incubando a sus propios Bukele y Milei. La pregunta es, con quién estarán más cómodos, porque es inevitable que con uno de ellos, el electorado boliviano se identifique.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Javier Medrano

Licenciado en periodismo y Ciencias Políticas de la Universidad Gabriela Mistral de Santiago, Chile.

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