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En medio de la discusión actual sobre cómo solucionar la crisis económica, si es necesario hacerlo de golpe o gradualmente, o qué régimen cambiario es más adecuado, el pasado 16 de octubre se publicó un libro esencial: “El Consenso de Londres: principios económicos para el siglo XXI”.
Fue promovido por Tim Besley (Escuela de Economía de Londres o LSE) y Andrés Velasco (exministro de hacienda de Chile y profesor de LSE). Sus autores incluyen a los premios Nobel Philippe Aghion (2025) y Christopher Pissarides (2010), el execonomista jefe del FMI Olivier Blanchard, los profesores de Harvard Dani Rodrik y Ricardo Hausmann, nuestro compatriota Miguel Urquiola de la Universidad de Columbia, entre otros 18 autores y 26 comentaristas.
Esta obra contrasta con el llamado Consenso de Washington, formulado por John Williamson en 1990, que resumía los diez principios que guiaron las reformas estructurales durante la década de los noventa.
Con énfasis en la disciplina fiscal, la liberalización del comercio, la desregulación y la privatización, este enfoque se convirtió en la hoja de ruta para acceder al financiamiento internacional.
Sus promotores celebraban su rol en la expansión de la globalización y en la reducción de la pobreza global. Sin embargo, el modelo también dejó un legado de críticas persistentes: su falta de atención a la distribución, la cohesión social y la sostenibilidad política de las reformas.
El Consenso de Londres no pretende ofrecer una receta única ni un decálogo rígido de reformas. En cambio, propone cinco principios orientadores que pueden guiar a los países —según sus circunstancias— hacia un desarrollo más inclusivo, resiliente y sostenible.
Primero, el bienestar debe ser el objetivo central de las políticas, entendido como una visión amplia de desarrollo que incluye dignidad, identidad y cohesión social. Los mercados son cruciales para este progreso; y se debe promover que garanticen empleos de calidad y menores asimetrías en su funcionamiento.
Segundo, el crecimiento importa, pero también el “dónde” y el “cómo”. Se revaloriza el rol de la innovación (objeto del último premio Nobel de economía a Aghion y otros dos expertos) y de las políticas industriales inteligentes. Se destaca que en la buena asignación de recursos en el corto plazo, la clave está en la transformación productiva y tecnológica.
Tercero, la resiliencia se convierte en un objetivo explícito. Los gobiernos deben actuar como aseguradores de última instancia ante choques sistémicos, como pandemias, crisis económicas o desastres naturales. Esto implica rediseñar sistemas de protección social y revisar la infraestructura crítica con criterios de adaptación.
Cuarto, la buena economía necesita buena política. Las políticas económicas sostenibles requieren legitimidad democrática y apoyo ciudadano. La economía no puede ignorar las implicancias políticas de sus reformas: los ganadores y perdedores importan, y su percepción también.
Quinto, el Estado debe ser capaz. No basta con tener buenas ideas; es esencial contar con instituciones que puedan implementarlas de forma efectiva, transparente y profesional. El Consenso de Londres revaloriza la inversión en capacidades estatales como una forma clave de infraestructura.
La crisis boliviana actual refleja un agotamiento de la visión económica basada en redistribución sin productividad ni sostenibilidad fiscal. El Consenso de Londres prioriza empleos de calidad, servicios públicos efectivos y equidad territorial, no solo crecimiento del PIB o bonos.
También destaca que un Estado fuerte no es el que interviene más, sino el que sabe cómo intervenir: con capacidad técnica, meritocracia y reglas claras. Bolivia necesita recuperar la institucionalidad pública y profesionalizar su gestión, para que las políticas públicas sean efectivas, legítimas y sostenibles.
Finalmente, no hay economía estable sin política legítima ni resiliencia institucional. La solución a la crisis boliviana exige un nuevo pacto social que genere confianza.



