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La reciente crisis ambiental desatada por las quemas en parques nacionales y áreas protegidas es una consecuencia de la anomia territorial heredada del periodo evista, y de una estructura corporativista de grupos de avasalladores (“interculturales” se dicen) que aún pesan mucho dentro de la interna oficialista.
Está claro que el arcismo no ha podido romper con estos grupos, que representan un factor relevante dentro de la pulseta por el liderazgo del masismo. Pero lo cierto es que, teniendo en cuenta que existe una cartera de tierras fiscales de casi 27 millones de hectáreas, obviamente situadas fuera de las áreas de protección especial, el proceso de dotación podría reordenarse de manera racional.
Al presidente le convendría recordar el impacto que los grandes incendios tuvieron en la generación de malestar social en el 2019, contribuyendo acumulativamente al clima de desobediencia que estalló ante las irregularidades electorales.
Esto a corto plazo, por supuesto. A mediano plazo, la política de tierras debería transformarse profundamente, hacia un mercado de tierras privado y hacia la abolición de la FES (Función Económica-Social), verdadera “espada de Damocles” que pesa sobre los productores y les impide innovar.
La crisis ambiental también puso en evidencia la necesidad urgente de una Guardia Forestal. Nueve guardaparques no pueden hacerse cargo de los extensos territorios protegidos de Bolivia, menos aún frente a grupos violentos. Además de los botánicos y zoólogos del Sernap, hace falta personal armado para la defensa de los parques nacionales. En España, por ejemplo, existe un cuerpo de nada menos que 6.000 agentes forestales, en gran medida enfocados en la prevención de incendios.
Si Bolivia tomara la decisión crucial de crear una Guardia Forestal, podría contar con la cooperación técnica internacional de países que tienen un récord serio en la materia: pensemos tal vez en Canadá, conocido por su minucioso resguardo de bosques y lagos.
Además, el financiamiento de esa Guardia Forestal puede surgir de la participación de Bolivia en los mercados internacionales de bonos de carbono, concepto por el que ingresarían entre 200 y 600 millones de dólares al año, de acuerdo a los cálculos más conservadores y a los más ambiciosos. Para esto, debería abandonarse el interesado prejuicio instalado por Evo que estigmatizaba a los bonos de carbono como una “política colonialista”.
Más adelante, en otras condiciones políticas, podrían darse en concesión algunas de estas áreas a privados, siquiera a título experimental, y así comparar resultados con la conservación en las áreas públicas.