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Disciplina partidaria en el presidencialismo

La falta de disciplina partidaria es característica del presidencialismo. El populismo institucional la intensifica.

Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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La queja contra la pobre cohesión de las organizaciones políticas es recurrente. Cuando ésta se refleja en la falta de disciplina partidaria al interior del congreso, gana fuerza la idea de que el sistema de partidos estuviera erosionado. Es que el empoderamiento de organizaciones sociales, plataformas ciudadanas y otras instituciones de la sociedad civil se ha comprobado un arma de doble filo. Si bien fomentan y expanden la participación política, simultáneamente la fragmentan.

Este hecho ha conllevado una reestructuración y reconceptualización de los partidos políticos existentes, al tiempo de haber intensificado las alianzas estrictamente electorales. En otras palabras, el populismo institucional debilita los partidos y los hace más propensos a personalismos, lo que a su vez fomenta el transfuguismo. Sin embargo, más allá de la erosión del sistema de partidos, la falta de disciplina partidaria, es decir, que los legisladores voten según decisión propia y no siguiendo la línea del partido, es una consecuencia del marco institucional propio del presidencialismo.

Primeramente, los sistemas electorales presidencialistas suelen ser mayoritarios o mixtos; o sea, los congresistas son elegidos sólo uninominalmente o en una combinación con escaños plurinominales. Asimismo, la legislación es relativamente débil para castigar la indisciplina partidaria o el transfuguismo. Los sistemas electorales presidencialistas son, entonces, todo lo contrario al sistema parlamentario de Westminster y parcialmente distinto del parlamentarismo europeo. Estos últimos precisan una alta disciplina partidaria porque de ella emanan sus gobiernos. De lo contrario, conformar un Ejecutivo funcional sería un proceso demasiado engorroso y probablemente infructífero. El costo a pagar es la libertad de consciencia del legislador.

A diferencia de los parlamentarios, los congresistas suelen ser dueños de su curul. Dado que el presidente es elegido directamente, y por ende no necesita la aprobación del congreso, la disciplina partidaria no es vital para el funcionamiento del sistema. Es más, los ideadores del presidencialismo —Hamilton, Madison y Jay— introdujeron intencionalmente tales frenos y contrapesos con el interés de limitar el poder político. Por eso, fieles a su pensamiento liberal, también concibieron la libertad de consciencia y decisión de los congresistas.

Por otra parte, los legisladores en sistemas presidenciales no suelen acceder por sí mismos a posiciones de poder en el Ejecutivo; a lo mucho pueden conformar una coalición de gobierno y poner a un militante, por ejemplo, a la cabeza de un ministerio. En el parlamentarismo, normalmente todos los ministros son parlamentarios electos. Por tanto, el incentivo de mantener una buena relación intrapartidaria es, en el presidencialismo, considerablemente menor que en el parlamentarismo, dado que las posibilidades de ambición política mediante los partidos también son menores. El presidencialismo facilita el personalismo en la gestión legislativa.

«Los federalistas idearon el sistema presidencial pensando en congresistas librepensantes, pero subestimaron el hecho de que es más barato comprar la consciencia de un individuo que de un partido entero».

Este fenómeno se intensifica con los congresistas uninominales. Al no ser electos conforme a las listas elaboradas por los partidos, responden a su electorado local, quien los eligió directamente. Así, a cambio de recursos u obras para sus regiones, tienden a apoyar al Ejecutivo a pesar de pertenecer al bloque opositor. Esta forma de chantaje institucionalizado es conocida como pork barrell en el presidencialismo estadounidense, y adquiere su expresión inmoral cuando la consciencia del legislador no se compra con recursos u obras para la ciudadanía, sino con corrupción. Ante estos incentivos institucionales, un presidente sin recursos suele perder, primero que nada, el apoyo de los congresistas uninominales.

Asimismo, un presidente de minoría congresal suele conformar una coalición, repartiendo posiciones en el Ejecutivo, para garantizar la gobernabilidad. En el denominado «presidencialismo de coalición», el gobierno consigue más fácilmente aprobar sus iniciativas, usualmente con modificaciones de los partidos coaligados. Estos últimos tienen el incentivo de mantenerse disciplinados para preservar el poder y los recursos preferenciales a sus causas. Entretanto, los partidos de oposición tienen el incentivo de cohesionarse para conservar la coherencia frente a su electorado, además de que no tienen cargos qué perder en el Ejecutivo en caso de no aprobar sus proyectos.

El problema es que ese nivel de disciplina partidaria es casi inalcanzable donde el populismo institucional favorece la cantidad de organizaciones políticas por sobre su calidad programática, y peor aun, cuando los recursos son escasos o el presidente se niega a compartir el poder concediendo puestos en su gabinete. En estas situaciones, poco inusuales en América Latina, la disciplina partidaria suele ser incierta, morosa y cara —y a menudo también corrupta—. La libertad de decisión y la posesión del curul se desvirtúan hacia la venta de la consciencia. Resumidamente, las predisposiciones del presidencialismo hacia la falta de cohesión partidaria se intensifican, precisamente, gracias al populismo institucional que erosiona el sistema partidario.

En este contexto, cabe recordar que la responsabilidad por el transfuguismo y la indisciplina partidaria no reside apenas en liderazgos débiles. Es más, contrario a la intuición, liderazgos personalistas e inflexibles tienden a fomentarlos. Los federalistas idearon el sistema presidencial pensando en congresistas librepensantes, pero subestimaron el hecho de que es más barato es comprar la consciencia de un individuo que de un partido entero. Y así, en América Latina se nos ocurrió el populismo institucional para expandir la participación política, pero terminamos intensificando las deficiencias de las instituciones del presidencialismo.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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