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Paradójicamente, empero, aquel Antiguo Régimen era relativamente reciente (anónimo).
Hace no más de 20 años, la convulsión que sacude el país habría determinado una probable violenta caída del presidente; eso no va a pasar. Arce Catacora, con toda su mediocridad a cuestas, gobernará este país hasta el 2025, y el único que realmente intentaría una asonada antidemocrática orientada a tumbarlo sería su propio correligionario y jefe, Evo Morales. Las cosas han cambiado. En julio de 2021 publiqué un pequeño libro sobre el fin de un ciclo y el futuro de la democracia, y meses después un libro sobre los nuevos movimientos sociales y el poder ciudadano. Los traigo a colación porque sus principales tesis se han verificado, y me siento con la fortaleza intelectual de decir a mis lectores que ya no me quepa duda que Bolivia vive un momento de inflexión histórica, producto del fin del Estado inaugurado por el nacionalismo revolucionario en 1952, y la necesidad desesperada de encontrar una nueva forma de organización política y social, expresada dramáticamente en el actual conflicto. ¿Qué es entonces lo que expresa la actual protesta ciudadana?
Resulta hasta cierto punto inédito que el país entero se convulsione por la fecha de un censo, y aunque el momento del censo tiene consecuencias importantísimas, no deja de ser paradójico, quizá en otros tiempos ver a miles de ciudadanos en las calles en una legítima protesta, observar la respuesta genocida del Estado con sus cercos criminales, organizar cabildos con miles de empleados públicos forzados, cooptar la Policía en una afrenta directa al ciudadano y declarar enemigo del Gobierno al pueblo hubieran producido una abrupta caída del gobernante. Eso no va a pasar en la medida en que lo que en realidad se busca es una reingeniería del poder, un replanteo veraz de las formas y mecanismos de representación social y de participación ciudadana, no se trata en consecuencia de derrocar un gobierno, se trata de encontrar un “modelo” estatal en el que los principales actores ya no solo los obreros, los campesinos o las clases medias entendidas bajo el esquema de la izquierda ortodoxa (y de hecho caduca), sino en el horizonte de la ciudadanía, y la forma de lucha del ciudadano moderno es la protesta pacífica, sin golpes ni caídas, sin la cuota de sangre que exigía la teoría marxista, sin el trauma irreversible. Vivimos un momento de inflexión en la búsqueda de un nuevo país en el concierto de la modernidad capitalista, por cierto, universalmente victoriosa.
Esto tiene sus propios bemoles. Cuando se trata de un movimiento de la sociedad como un todo, las formas de protesta adoptan las más variadas modalidades, bloqueos, plantones, marchas, uso intensivo de las redes, solidaridad ciudadana internacionalizada, etc. Sus actores ya no son los mismos, no requieren de grandes líderes versados, ni de partidos poderosos, ni de ideologías elaboradas, poseen la fuerza de sus derechos ciudadanos irrenunciables, la convicción de su propio poder ciudadano y la metodología de la espontaneidad. Como respuesta, el Ancien Régime pretende neutralizar la protesta con las viejas formas de represión, los discursos de la posverdad y el uso de la fuerza bruta.
Sus raíces autoritarias solo le permiten aferrarse a las formas más prosaicas de defensa, como ser la violencia de sus grupos de choque, el amedrentamiento, la judicialización de la política, el descrédito, el insulto, la vejación; cero racionalidad. Esta pérdida del horizonte político termina develando su propia mediocridad, su pequeñez histórica y su naturaleza conservadora aferrada al pasado ante la imposibilidad de leer el presente y proyectarse al futuro; sin embargo, así como el 21F marcó el principio del fin de su liderazgo egocéntrico y de su narrativa etnocéntrica aimara, este conflicto marca el fin de sus posibilidades políticas futuras.
Bajo estas condiciones el conflicto por la fecha del censo ha detonado una crisis interna entre las fracciones masistas. No es que la crisis interna del MAS se proyecte en la coyuntura nacional, es a la inversa, es que la crisis estatal nacional se proyecta en su interior, y probablemente los más sensibles a las transformaciones históricas que ha experimentado el país en el siglo XXI perciban que, si no cambian, sus propios errores los llevarán al basurero de la historia.
Tal vez entiendan que no es un comité cívico, un partido de oposición, una entidad académica o alguna otra institución ciudadana la que precipite su fin político, sino la mediocridad que poseen en comprender el signo de estos tiempos, las fuerzas que lo mueven y sus proyecciones posmodernas.