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Anomia institucional boliviana y justicia internacional

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La Opinión Consultiva de la CORTE IDH ha sido contundente: no existe ningún “derecho humano” a la reelección indefinida. El informe del GIEI también: hubieron graves violaciones de DDHH en los gobiernos de Morales y Añez; nuestra Judicatura no es independiente, la Fiscalía no es objetiva y el sistema de justicia padece estructuralmente de tal debilidad que requiere de urgente reforma que debe ser consensuada entre todos; además, nos recuerda que la vida debe ser protegida en favor de todos, evitando la revictimización, el racismo y la discriminación. Antes, la OEA y la UE ya habían ratificado que hubo fraude electoral en respuesta al de la USAL y, el viernes la petición por la masacre de La Calancha ante la COMISION IDH, superó su 2º filtro y avanza hacia el informe final que acusaría al estado por responsabilidad internacional: ¿Encuentran algún denominador común en todos esos hechos recientes? 

Por supuesto: todos provienen y no son producto de la institucionalidad interna boliviana (Justicia, Ministerio Público, Órgano Electoral, Defensoría del Pueblo u otros), sino de organismos internacionales que nos guste o no, a la vista de nuestras inocultables debilidades internas han tenido que intervenir sea a petición del propio estado o sus víctimas. 

En esos temas de alto voltaje político, nuestras instituciones bolivianas fracasaron, no son confiables o, lo que es peor, han perdido casi completamente su razón de existir, principalmente por estar prácticamente al borde del sado masoquismo, sometidas al poder político – partidario, de turno (sea del color que se trate).

No sólo es que hayan prostituido sus funciones primordiales que, generalizando, podría afirmar radica en que siendo idealmente terceros imparciales entre partes interesadas, deben tutelar los derechos de la ciudadanía, sin consideraciones o peor, odiosas distinciones, que afean esa su esencialidad. Ocurre, cuando el Ministerio Público se convierte en el patio trasero de cualquier partido político omitiendo defender a la sociedad que se debe al extremo de encubrir al victimario; el Tribunal Constitucional inventa un “derecho humano” que no existe ni siquiera en chistes de Condorito; la Defensoría “del pueblo” defiende los derechos del poderoso, el electoral participa entusiastamente del fraude electoral que debe evitar o la Policía protege al gobierno y no a las personas en situación de vulnerabilidad. Algunas excepciones aplican. Estamos en una espiral peligrosísima de anomía institucional resultante de aquella manifiesta y sistemática brecha entre la concepción normativa de las instituciones que hace a su razón de ser y su arbitrario proceder en la realidad, que degradan la gobernabilidad de cualquier estado. 

La mayor víctima de aquel desolador panorama es el ciudadano: queda inerme frente a esos poderes fácticos que han convertido la sociedad en una jungla donde prevalece no solo la voluntad sino el capricho del abusivo, generando una profunda desconfianza hacia el estado y su institucionalidad; regresamos prácticamente al estado salvaje. Impera la ley del más fuerte, en lugar del estado sujeto al imperio del derecho.                         

Precisamente ante esa deplorable situación y pese a los demagógicos discursitos de soberanía o descolonización, que la justicia internacional surge ante tamaño déficit institucional estatal, de manera subsidiaria. No es que repudie esa situación, es más, me declaro devoto del Sistema Interamericano de DDHH pero, no puedo obviar que aquellos organismos regionales o universales tienen que intervenir ante nuestra manifiesta incapacidad interna para resolver nuestros conflictos, tutelar derechos y hacerle justicia al caso concreto, sin importar a quien perjudique o favorezca.  

Esos sistemas de protección internacional, sean universales o regionales, son subsidiarios y surgen precisamente como efecto y respuesta a esa nuestra incapacidad y debilidad interna. No fueran necesarios si es que los bolivianos a través de nuestras instituciones integradas por operadores no sólo idóneos sino principalmente independientes de todos los poderes fácticos, produciríamos resultados confiables y por tanto, respetables por todos, más allá que nos gusten o no. 

Aunque a la vista de las circunstancias aplaudimos y felicitamos lo ocurrido, no debiéramos obviar que también marcan el fracaso de nuestra institucionalidad interna, rehén de múltiples intereses que impiden cumplir su razón esencial de existir. ¿Podremos cambiar esa triste realidad? ¿La clase política y la sociedad darán la talla? ¿Seguiremos mereciendo una tutela o protectorado internacional por esas nuestras inocultables debilidades? O, como escribe VARGAS LLOSA, seguiremos: “Capaces de poner en peligro las instituciones democráticas o el futuro de su país, por miserables vanidades y por una visión mezquina, cortoplacista de la política”    

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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