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Durante más de 16 años, una generación entera sólo conoce un sistema político burocrático y corrupto llamado Estado Plurinacional. Para esos jóvenes, la política es una actividad insana y profundamente divisionista. Rechazan ácidamente a los políticos y, algo que es muy preocupante, se desatienden de asumir una conducta política. Se niegan a asumir un rol fundamental: ser un factor de cambio.
La precariedad de las respuestas públicas y político partidarias son un ácido que corroe las relaciones sociales y que mata aquella mínima cercanía con el manejo de la cosa pública. Quien en su sano juicio quiere ser ministro, concejal, director de una institución pública o simplemente ser activista de un partido político. Salvo los mediocres y las gentes dispuestas a robar todo cuanto se pueda, el grueso de la población no quiere ni un mínimo de roce con la cosa pública o el ejercicio de la política.
Este es el gran peligro: De rechazar a los partidos políticos, luego a los políticos y después a la democracia en sí misma, ya sólo restan dos pasos.
Los actores políticos, masistas y no, han conseguido que los jóvenes bolivianos se desapeguen de un accionar social vital para toda sociedad: un activismo político en defensa de sus derechos, de las leyes, del bien común. Para ellos, el ejercicio de la política se ha convertido en una suerte de enchastre social.
Tenemos que hablar, genuinamente, de restablecer el orden en un país fracturado por el caos, la corrupción, el narcotráfico y donde las instituciones como la policía y la justicia están horadadas y violentadas por la extrema politización.
Es preciso volver a las bases. A la política primitiva: aquella que respeta los derechos humanos, aquella que resguarda la libertad de información, de asociación; aquella que promueve el disenso y el consenso; aquella que permite el traspaso del poder en orden y con planificación. Sin angurrias ni venganzas. Aquella política primitiva que por lógica fortalece la democracia y las instituciones de un país. Aquella, donde se cumple y se respeta la ley y la norma. Así de básica. Así de simple. Así de primitiva.
Ya no se trata de una reacción frente a la volatilidad política, sino más bien de una ligada a cuestiones meramente ordinarias: el funcionamiento correcto y adecuado de los servicios públicos, de un trasporte público decente; del libre tránsito por las carreteras, bien construidas; el respeto a la propiedad privada – amparado en la CPE -; o la certidumbre de acceder a un trabajo digno, tener la certeza de recibir un sueldo cada fin de mes y, luego, tener una jubilación que permita pasar los años viejos en paz y tranquilidad.
En esa lógica, es supremamente importante – como sociedad boliviana – entender que el orden y el cambio son complementarios, nunca opuestos.
Nadie en el planeta puede dar garantías de cómo se va a desenvolver el futuro, pero renunciar a la construcción de un orden que sea una referencia constituye una claudicación respecto de una de las finalidades esenciales del Estado. Una cosa es prepararnos para vivir en un mundo incierto, y otra muy distinta es alimentar la incertidumbre como modo de gestión de Gobierno. Eso es un suicidio colectivo.
Es por eso por lo que muchos ciudadanos, cuando sienten la desprotección, responden de modo defensivo, ya sea dotándose, literalmente, de una protección real, hasta entrar en una vorágine de rechazo absoluto hacia las propias fuerzas del orden llamadas a proteger. El orden roto es sustituido por acciones que se leen como de “supervivencia”. El desorden crónico es el caldo de cultivo de un gran porcentaje de nuestra inseguridad. Los sociólogos y politólogos suelen leer el desorden como resultado de una tensión por la dominancia social, pero la paradoja boliviana es que se trata de una pelea sin ganadores. Sólo hay perdedores.
Se ha extendido, desde hace tiempo, una combinación entre la desinstitucionalización, el culto a la improvisación y la exaltación de líderes inmorales, inciviles e impostores. Cada vez menos cosas nos sorprenden, lo cierto es que el desorden y la imprevisión erosionan nuestra organización y nuestra salud.
Una cosa es cambiar y otra improvisar. La construcción de un orden que nos permita organizar nuestras vidas no es hoy una consigna conservadora, sino un insumo esencial para que la sociedad pueda desplegar verdaderamente su potencial.