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El fallecimiento de la Reina Isabel II ha levantado una ola de homenajes en el mundo por sus 70 años de reinado, el servicio prestado a su nación y la simpatía que supo granjearse a nivel mundial. En lo personal, deseo destacar su gran sentido del deber, lo que constituyó la base fundamental del respeto que logró en su concepción de la alta dignidad que implica el servicio público, por lo cual sobresalió en un mundo caracterizado por la degradación de la vida pública.
Vivimos en una época en la que se habla mucho de derechos, pero casi nunca se habla de deberes, y esto vale tanto para gobernantes como para gobernados. Se proclaman y reclaman nuevas generaciones de derechos sin que se establezca al mismo tiempo los deberes que todos tenemos para posibilitar la convivencia pacífica, el orden social y el respeto mutuo a las libertades y derechos ciudadanos.
Por eso es que el ejemplo del compromiso con el deber en su condición de servidora pública convirtió a Isabel II en un referente global, incluso para la inmensa de mayoría de las naciones, cuyas autoridades electas, en su gran mayoría, no consiguen, ni siquiera en el corto tiempo en el cual deben gobernar, lograr ese nivel de credibilidad y de respeto entre sus ciudadanos.
Esto no tiene que ver con la naturaleza de los sistemas de gobierno, monarquías constitucionales o republicas, sino con los valores personales. En los hechos, ni siquiera el entorno de la Reina Isabel II, ha logrado mantener el nivel de compromiso con la ética de la vida pública de la cual ella fue un gran ejemplo.
Por supuesto, que esto implica grandes sacrificios personales, en cierto sentido, la perdida de la vida privada, que debe ser tan transparente como la vida pública, y hasta de la libertad personal, que termina condicionada por las exigencias de los roles y responsabilidades que implican los cargos públicos. Sin embargo, esto es justamente el sentido del deber que debieran tener los gobernantes a cambio del poder que reciben y ejercen.
Una gran parte del debilitamiento de la democracia actual es la pérdida de esa ejemplaridad que debieran tener líderes y gobernantes, tanto en la representación que ejercen de las principales instituciones del Estado y de la sociedad, como en la administración de los asuntos públicos, es decir el gobierno.
Los abusos de poder, la corrupción y la apropiación del espacio público para fines particulares, constituyen la marca generalizada de los gobiernos en estados donde las instituciones están vacías de contenidos porque han sido corroídas en sus cimientos, convirtiéndolas en meros instrumentos para dar legalidad a estos excesos, al mismo tiempo que se pierde la legitimidad de quienes dirigen las instituciones fundamentales del sistema democrático y del estado de derecho.
Es el dilema que enfrentan hoy las democracias, cómo formar líderes y gobernantes comprometidos con ética del servicio público que obtengan la legitimidad en el ejercicio del poder que solo brinda la confianza ciudadana obtenida mediante la transparencia de sus actos y conducta.
Esto se vuelve aún más difícil en esta era de la digitalización en la cual todos vivimos interconectados a la red digital de comunicaciones por la que tenemos acceso a la información a una velocidad que desafía nuestros sentidos, y nuestra capacidad de reflexión y análisis. No es de extrañar que, en estas circunstancias, los liderazgos sean efímeros y los pueblos estén buscando permanentemente a quien seguir, en quien confiar o a quien creer.
Los ciudadanos tienen también su cuota de responsabilidad, puesto que si tantos lideres populistas triunfan y después instalan sistemas autoritarios de gobierno y de control de la sociedad, es por la falta de interés en los asuntos públicos, con lo que se cae en un circulo vicioso por el que desaparece la idea misma del servicio público, y queda solo la de la política como sinónimo de abuso y de corrupción, con lo cual la misma sociedad civil que reclama mejores gobiernos, se margina de las decisiones sobre su propio destino.
A pesar de los grandes avances tecnológicos y del increíble progreso experimentado por la humanidad en los últimos dos siglos, al final del día, son las ideas, los principios y valores de las personas los que definen el destino de las de las naciones. Ante ello, sólo la fortaleza de las instituciones puede moderar y limitar el abuso del poder.