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Evo Morales viene perdiendo batalla tras batalla desde febrero del 2016, cuando amplios sectores del país, sobre todo jóvenes de clase media, se articularon de una manera flexible y descentralizada a través de las plataformas ciudadanas, haciendo sinergia en redes y calles para decirle NO a la reelección indefinida. De allí vendría su segunda derrota en el 2019, con una repulsa colectiva al fraude electoral que continuaba el oleaje del 21-F.
En el 2020, la victoria del MAS en las urnas (con algunos puntos adicionales provenientes del “voto fantasma”) no fue un éxito de Evo, que quedó fuera de los cargos electivos, contra su voluntad de acceder a una senaduría por Cochabamba, sino una combinación entre: a) la externalidad de la pandemia, que sacó de las calles a las capas medias y desgastó al gobierno de transición; b) errores estratégicos de la oposición, que una vez más no encontró la forma de coaligarse; y c) el discurso conciliador de Luis Arce y David Choquehuanca, que luego no se concretaría en la práctica.
Pronto se vería que el retorno masista a la cúpula del Ejecutivo (nunca abandonaron los mandos medios ministeriales, ni los otros poderes), no significaba el regreso a corto plazo a la presidencia supuesto por Morales, que a fines del 2021 volvió a agitar el escenario, pretendiendo dictar una recomposición del gabinete. Esa primera pulseta se saldó con su derrota, tras la detención de su ex jefe antinarcóticos, el coronel Maximiliano Dávila, cuya extradición ha sido solicitada por la justicia de Estados Unidos, bajo cargos de organizar el envío masivo de droga a ese país. Entonces, Evo se llamó a silencio.
En septiembre de este año, el ex presidente orquestó una suerte de “Marcha sobre Roma” hacia la ciudad de La Paz, que incluyó numerosas agresiones a periodistas, nuevamente con miras a forzar cambios ministeriales. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) admitió el pedido de extradición contra Dávila, y por segunda vez Morales desactivó su ofensiva.
Entre uno y otro hito, Evo había amenazado varias veces con implementar un bloqueo nacional de carreteras, algo que se fue postergando, ante ciertas dudas de tener el músculo requerido para ese desafío. Finalmente, en medio de las urgencias de un proceso pre-electoral que no tiene en cuenta su candidatura y con las investigaciones por pedofilia y trata de personas que terminan de dibujar de cuerpo entero al personaje, Morales apuró su “opción nuclear” y puso a Bolivia en vilo durante tres semanas, devastando a una ya debilitada economía.
Y aunque el esfuerzo desestabilizador incluyó crímenes y escenas disparatadas, como la toma de cuarteles, que perfilaban la formación de una incipiente guerrilla, el ex mandatario acabó dando retro y convocando a un cuarto intermedio, con una huelga de hambre de “llamado al diálogo” que explora los límites del cinismo.
Es la penúltima derrota de Evo Morales, quien lamentablemente aún seguirá dando de qué hablar, retrasando la necesaria vuelta de página de la política y la historia boliviana.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo