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Si vivimos en unas sociedades donde se impone la laicidad, ¿por qué se alargan cada vez más unas Navidades preñadas de intensidad? A partir de la influencia global de su cultura, Occidente, incluso, ha exportado estos festejos al resto del orbe, con la excepción de los países islámicos. La grandeza del cristianismo consistió en respetar –al menos en teoría- la separación de poderes entre lo divino y lo terrenal, desde los tiempos del emperador Constantino. “Dad al César lo que es del César; y dad a Dios lo que es de Dios”. Este axioma ha propulsado el desarrollo científico de Occidente y la impregnación del componente laico en el ADN de nuestra civilización.
El oportunismo para una fiesta del consumo ha llevado en volandas la Navidad comercial de la “New Age” hasta los últimos límites. La oferta crea su propia demanda. Desde hace muchos años, los grandes almacenes de “El Corte Inglés”, frecuentados por tantos turistas latinoamericanos en Madrid y Barcelona, están asociados con una idea: tirar la casa por la ventana durante estas fechas. En definitiva, el “Día de la Madre” en España fue inventado por el fundador de su antiguo rival: “Galerías Preciados”.
Hace unos días visité un establecimiento de Starbucks en la capital de España, tras casi dos años sin hacerlo. La cabeza me estallaba, después de escuchar una y otra vez, términos como “Merry Christmas”, “Christmas Day” o “Christmas Tree”. Los villancicos clásicos en inglés no paraban de sonar en todas las versiones posibles, jazz incluido con sus trompetas. Admiro el ingenio, la originalidad, la sorpresa y la fineza en la ironía, rasgos tan prevalentes en el humor judío, que anida en una cultura donde la laicidad no ha cesado de ganar terreno en las colectividades internacionales de dicha diáspora. Sin embargo, desdeño los lugares comunes. Y el mundillo navideño está plagado de lugares comunes. Feliz Navidad; próspero Año Nuevo; que tengáis buena entrada de año; que el nuevo año sea mejor que el anterior.
Todas estas ñoñerías han sido llevadas hasta el paroxismo por el crecimiento exponencial de las redes sociales, contribuyentes a multiplicar textos e imágenes banales. Hacerse preguntas, a partir de la duda, es vía iniciática para comprender las realidades que nos circundan.
Y, si más allá de ciertas trivialidades superficiales, existiera un lado oscuro de la Navidad. ¿La reiteración de su mensaje utópico no será señal distópica? Como en “El Quijote”, los libros también son condenados a la hoguera en “Fahrenheit 451”, novela de Ray Bradbury, llevada al cine por ese genio llamado François Truffaut. Un diálogo magistral entre un bombero crítico y su superior, defensor de dicha quema, anticipa el mundo de lo políticamente correcto, donde la diferencia no está permitida.
¿En qué medida esta Navidad comercial y publicitaria, susceptible de llegar a agobiar, es exponente del pensamiento único? Una nueva pseudoideología aséptica del “buen rollo”, que huye del conflicto, se abre paso en la era del prozac: ser “feliz” a toda costa o, por lo menos, aparentarlo. El disfrute del aquí y ahora, más allá de cualquier contingencia. Desde el imperialismo de la Psicología, que cotiza al alza como disciplina, el enfoque del “Mindfulness” se expande cual virus. ¿Qué el sueldo no llega a final de mes? No se preocupe. Lo que debe hacer es disfrutar del buen tiempo, dar un paseo y escuchar el canto de los pájaros. Así, olvidará sus penas.
Los chinos no tienen democracia; pero están encantados con la adopción de la Navidad. Desde un humor ácido, el cineasta José Luis García Berlanga ironizó en “Plácido” (1961) sobre la hipocresía que presidiera la relación navideña que unía a ricos y pobres en la España franquista.
No me confundan con el anciano amargado del “Cuento de Navidad” de Dickens. No soy un anciano; no soy un amargado. Atravieso por un duelo. Yo y mi circunstancia, como dijera el filósofo Ortega y Gasset. ¿se puede respetar el derecho individual a no celebrar la Navidad? En alguna medida, si no te unes a la fiesta gregaria del “hombre-masa” –otro concepto orteguiano-, te conviertes en subversivo para el sistema.
Mi madre escribió en su Facebook: “yo no celebro la Navidad, ya sin mi hijo”. Y dicha frase fue recriminada por una “amiga” de dicha red social: “no amargues a los otros” –es decir, los lectores de la conversación virtual-. El cotilleo es norma de nuestro mundo hispanohablante: la costumbre de inmiscuirse en los asuntos privados de los demás. Por eso, recibimos mensajes y más mensajes, enviados por “metepatas”, donde se nos insta a pasar una feliz Navidad, apenas once meses después de una tragedia repentina e inesperada. ¿Se trata de una burla?
Mi madre, mi hermano y yo cenamos la noche del 24 de diciembre de 2009 en un restaurante chino, ubicado en pleno centro de Miami Beach, en la que fuera nuestra única visita a la ciudad idolatrada por tantos latinoamericanos. La comida fue excelente; pero, algo más significativo llamó nuestra atención. Numerosas personas estaban solas, sin compañeros de mesa. Nos pareció extraño. El trauma de la pérdida y el paso de años me han hecho comprender.
Estados Unidos exporta una versión pueril de la Navidad; pero, también es la nación cuyos ámbitos más progresistas han abanderado la lucha por los derechos civiles de individuos y colectivos desde los años sesenta del siglo XX. Una sociedad que venera el sentido de la privacidad también es adalid del derecho a estar triste y no celebrar la Navidad.
Los lectores perseguidos, que aparecen en la trama de “Fahrenheit 451”, se refugiaban en el bosque de los “hombres-libro”, como enclave inmune al pensamiento único. Aquel comedor de Miami Beach había devenido en un refugio similar. Nunca nos encontramos tan acompañados como entonces, fundidos en aquella amalgama de soledades compartidas. Una especie de Nirvana postnavideño.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo