Reflexiones sobre liberalismo, república, monarquía y democracia
La muerte de Isabel II reabrió un debate sobre aspectos doctrinarios en materia de ciencias políticas. ¿La corona británica ofició una suerte de “efecto republicano” desde el trono?
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Por Marcelo Duclos1
Los modelos políticos, al ser implementados por seres humanos corruptibles y posiblemente equivocados terminando siendo falibles. Todos. Ante el fracaso total de buscar la implementación de un ideal, lo más razonable que queda por hacer es fomentar instituciones “menos malas”, si se quiere. Bastante realista fue la reflexión de Winston Churchill cuando dijo que la democracia es el peor de los sistemas, “a excepción de todos los demás”. Por lo tanto, si uno comprende a los seres humanos, con sus defectos y sistema de incentivos, suena mucho más lógico establecer una preferencia de modelos políticos, considerando las advertencias de los clásicos escoceses: los hombres somos lo que somos, por lo que es mejor pensar en instituciones que funcionen acorde de la realidad y no de un difuso idealismo constructivista.
¿Qué lecciones nos ha dejado la historia hasta el momento? Por lo pronto, podemos asegurar que el poder absoluto corrompe de forma inevitable, que la división de ellos es fundamental para evitar la concentración de prerrogativas de mando, que la simbiosis entre religión y Estado es una amenaza para las libertades individuales, que el sistema de propiedad privada y economía de mercado es el más proclive al desarrollo y que la democracia es un efectivo sistema de traspaso de mando y de renovación parlamentaria, siempre que quienes ostenten el poder estén limitados por una Constitución clara.
El resumen de estas instituciones eficientes (o más eficientes que sus alternativas) está enmarcado dentro de lo que se conoce como liberalismo. Es decir, el sistema que respeta las libertades individuales en todos sus ámbitos y fomenta la limitación del poder. Uno de los pilares de este sistema es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Esta idea sería compatible con el sistema democrático, que, en un modelo de mercado político, todos puedan postularse a los cargos electivos, dentro del marco de la ley.
Este ideal “liberal-democrático” es absolutamente incompatible con las prerrogativas de sangre de la monarquía. Si somos todos iguales ante la ley, como propone el modelo liberal, es imposible aceptar la idea de una familia real, portadora de “sangre azul”. Con respecto al tema de debate de actualidad, ¿qué mérito tiene, por ejemplo, el hijo del nuevo rey Carlos III para tener su vida asegurada a costa de los contribuyentes británicos, además del trono que le espera como una herencia asegurada? Si uno lo analiza desde la perspectiva liberal, la primera conclusión que saca es que el príncipe Guillermo debería ir a trabajar en el sector privado, para ganarse el pan con el sudor de su frente, como el resto de los ciudadanos de a pie del Reino Unido.
Ahora, mirando en retrospectiva las siete décadas de reinado de Isabel II, inclusive desde el liberalismo incompatible con el trono hereditario, uno no puede dejar de reconocer que el Reino Unido ha tenido en el último siglo una estabilidad institucional más sólida que la mayoría de las democracias del mundo. Mientras el modelo de monarquía parlamentaria británico seguía su curso, en nuestra región nos cansamos de ver irrupciones militares y mandatarios políticos que asumen el poder mediante el voto democrático, para luego destruir la república y la división de poderes desde adentro.
Aunque las coronas británicas o españolas ejerzan un poder fáctico superior al que supuestamente tienen, ¿alguien puede pensar que, por ejemplo, Felipe VI tenga más poder que la vicepresidente argentina, Cristina Fernández de Kirchner?
Esto es solamente una reflexión a tener en cuenta, y no un argumento “pro-monárquico”. Dadas las instituciones latinoamericanas, si alguien intentara establecer una monarquía parlamentaria por estos pagos, tratando de emular a los ejemplos europeos, lo más probable es que, en lugar de obtener algo similar al reinado de Carlos III, se termine en algo más parecido a lo que fue Carlos I.
La corona británica tiene siglos de evolución y viene del absolutismo monárquico nefasto, que fue el garante del oscurantismo, la violencia y la miseria de los súbditos. El liberalismo, que limitó a la corona inglesa desde John Locke en adelante, pudo generar instituciones republicanas en territorios monárquicos, pero por ahora no se consolida del todo en muchas repúblicas con nombre y apellido, como Argentina. Aquí, la democracia fallida todavía tiene monarcas absolutistas en lo concreto, como los gobernadores peronistas del norte del país, que ejercen un poder ilimitado en lo que son sus feudos.
Claro que podemos criticar (y seguramente debamos) desde aquí a las monarquías con prerrogativas sanguíneas, pero no podemos olvidar que el gobierno argentino, por ejemplo, plantea que los jueces se elijan en elecciones, como los representantes del Poder Ejecutivo y Legislativo. Nuestro atraso conceptual es comparable a los años del absolutismo monárquico europeo.
Puede que, por todo esto, en lugar de debatir únicamente los rótulos de los modelos políticos, debamos también tener presente los motivos por el cual los defendemos o los criticamos. Si consideramos que la democracia no puede avasallar a la justicia, debemos plantear modelos democráticos donde la mayoría no pueda suprimir los derechos individuales. Si somos republicanos, tenemos que comprender que la división de poderes está por encima de los gobiernos de nuestra preferencia o desagrado. Lamentablemente, la democracia ha demostrado en muchas oportunidades que es un sistema falible, que permite la llegada de dictadores para cambiar las reglas de juego. Pero, como dijo Churchill, todavía no conocemos otro sistema mejor. Sin embargo, en defensa de los valores democráticos, debemos ser muy críticos del sistema, no necesariamente para cambiarlo, sino para mejorarlo y protegerlo de sus verdaderos enemigos, que paradójicamente se visten de demócratas.
El Reino Unido que hoy despide a Isabel II es democrático y es monárquico. Más allá del poder que ostenta la corona, el rumbo del país lo marca la Cámara de los Comunes, la que se conforma mediante el voto popular. Lo que no podemos dejar de reconocer, es que, por ese rincón del mundo, nadie cuestiona un fallo judicial. Dejando de lado las palabras, pareciera en lo concreto que esa monarquía es más republicana que nosotros.
En su defensa o en nuestra justificación, podemos decir que tienen muchos más años recorridos. Su pasado es peor que nuestro presente. En la historia encontramos masacres por motivos religiosos, varias guerras civiles, reyes que mandaron a personas a decapitar y otros que perdieron la cabeza en la guillotina. En América Latina transitamos recién nuestra adolescencia. Pero para llegar a la adultez, lo primero que necesitamos hacer, es incrementar el nivel del debate, abandonando partidismos infantiles que no van al fondo de las cuestiones.