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El pasado domingo 19 de octubre, Bolivia presenció unas elecciones históricas por dos razones fundamentales: por primera vez en nuestros 200 años de historia ingresamos a un balotaje, y con ello se quebró – al menos simbólicamente- el monopolio político del masismo. Este hecho marca un antes y un después en la historia democrática del país. Sin embargo, ante este nuevo escenario la verdadera pregunta que debemos hacernos como ciudadanos es: ¿y ahora qué?
Durante los últimos meses, hemos sido testigos de las actitudes más tribales producto del agotamiento moral e intelectual de la ciudadanía. La polarización, el miedo y la fatiga han sido las causas de estas actitudes que se normalizaron en la vida política boliviana y -como ya es costumbre- se ve reflejado en los discursos vacíos y sin fundamento convirtiendo a la verdad como algo irrelevante frente a la urgencia de mendigar unos cuantos votos y con ello ser el vencedor. Tanto la campaña de Libre como la del PDC cayeron en las características más comunes del populismo: apelar a la emoción antes que la razón, a la identidad antes que al pensamiento, siendo la pertenencia emocional a una tribu lo que prevaleció.
Bolivia ha sido, históricamente un país dominado por la lógica del colectivo, donde pertenecer sustituye al mérito y la identidad vale más que la coherencia. En este esquema, quien no se identifica con una bandera -ya sea partidaria o patriótica- carece de legitimidad y el individuo que decide por voluntad propia no tomar partido es acusado de tibieza o traición. Ante estas acusaciones se toma a la independencia intelectual como una forma de deslealtad. Pero este fenómeno no es solo político, es filosófico; es el más claro síntoma de una sociedad colectivista e irracional que confunde el sentimiento de pertenencia con una virtud cívica.
Como bien señala el objetivismo, la moralidad del altruismo colectivo es el mayor enemigo del hombre racional ya que propone a que el individuo debe sacrificarse por el grupo y que este no debe vivir con un juicio propio. Cuando una nación adopta estas características, su destino es la servidumbre puesto que depende eternamente de la figura del líder redentor. Es así como surge la búsqueda incesante de un “strongman”, del caudillo providencial que promete salvarnos de nosotros mismos, una trampa que al caer en ella le da el inicio al autoritarismo.
Si hablamos de una democracia liberal, el poder político no reside en los líderes, sino en la ley. No en los afectos colectivos, sino en los límites universales que limitan al estado y protegen al individuo. En ese sentido, el gobierno legítimo surge únicamente del consentimiento racional de los ciudadanos, y que su propósito esencial es -a toda costa- resguardar la libertad y la propiedad privada de cada uno de ellos. Cuando ese pacto se sustituye por la obediencia emocional, la república se desmorona. Paralelamente, la república se protege siempre que se recuerde que la razón individual es la única herramienta moral y política legítima para vivir en libertad ya que una sociedad racional se caracteriza por no depender de los caudillos que emergen, si no más bien, por sus ciudadanos que piensan.
Si aceptamos estas premisas, la respuesta a la pregunta “¿y ahora qué?” se vuelve evidente: nuestro rol como ciudadanos es reconstruir la racionalidad moral del individuo. Recuperar la capacidad de pensar por cuenta propia, de juzgar con criterio y de exigir con fundamento. Los gobernantes no son ídolos ni guías espirituales, sino servidores públicos al servicio de la sociedad, sujetos a la crítica y al escrutinio permanente.
El futuro de Bolivia no depende de los resultados electorales ni de las alianzas partidarias. Depende de si somos capaces de abandonar el tribalismo político y abrazar la filosofía de la razón, esa que reconoce en el individuo racional como la verdadera base de una sociedad libre. Porque una democracia liberal y una sociedad racional no sobreviven gracias a la fe del pueblo, sino a la lucidez de sus ciudadanos.