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Es imposible festejar la victoria del candidato independiente en Guatemala, Bernardo Arévalo, sin recordar el significado de su familia, especialmente de su padre, Juan José Arévalo Bermejo. Arévalo y su sucesor, Jacobo Árbenz, representan el mejor momento de la política de ese país centroamericano en la década de los cincuenta del siglo pasado.
Arévalo fue elegido presidente en 1945 en las que se consideraron las primeras elecciones transparentes en su país, un año después del movimiento revolucionario de militares nacionalistas. Filósofo y académico, el mandatario se ocupó de crear mejores condiciones de trabajo y de seguridad social para los obreros en la naciente industria. Puso énfasis en el comportamiento moral de las autoridades y en la educación como fundamento de todo proceso transformador.
Fue sucedido en 1951 por uno de sus ministros y miembro de las Fuerzas Armadas nacionalistas, Jacobo Árbenz, quien profundizó las reformas de su antecesor y dictó normas para fortalecer la independencia económica del Estado y controlar a las empresas transnacionales.
Arévalo y Árbenz se enfrentaron al principal poder fáctico en las naciones centroamericanas apodadas despectivamente como “repúblicas bananeras”: la estadounidense United Fruit. La “Mamita Yunay”, como la llamó un laureado escritor guatemalteco, estaba acostumbrada a mandar en los gobiernos civiles o militares y a maltratar a los campesinos y proletarios.
La Reforma Agraria se convirtió en una lucha principal y a la vez en el pretexto para la intervención yanqui y el golpe militar que derrocó a Árbenz y mandó al exilio a la familia Arévalo. Las dictaduras duraron hasta casi el final del siglo provocando cerca de 30 mil desaparecidos, masacres, torturas sistemáticas, apresamientos arbitrarios.
Así surgieron las guerrillas comunistas y campesinas. Al contrario de lo que pasaba en países vecinos, la lucha armada en Guatemala fue mayoritariamente indígena. El Ejército Guerrillero de los Pobres estaba conformado por mayas quichés y se declaraba antiimperialismos y antiautoritarismos. Seguramente no había pueblo más sufrido en el continente mestizo hasta que les tocó a los venezolanos con la satrapía de los Chávez-Maduro.
Bolivia y Guatemala eran en los años cincuenta los dos modelos posibles de enfrentamiento contra los grandes poderes imperiales y económicos. Ambos eran países de mayoría indígena y compartían indicadores similares de pobreza social y económica.
Por la misma época de Arévalo y de Árbenz gobernaron en Bolivia Gualberto Villarroel y Víctor Paz Estenssoro. El primero murió trágicamente y varios de sus intentos de reforma fueron revertidos. En cambio, Paz Estenssoro -al contrario de la actitud de Árbenz- cedió ante Estados Unidos, sobre todo en la reorganización del Ejército, asunto que luego lamentaría.
Paradójicamente esos movimientos de cintura del Movimiento Nacionalista Revolucionario salvaron las medidas más importantes firmadas en los primeros años de la revolución de 1952. La más contundente fue la Reforma Agraria de 1953, la segunda después de México y antes que la cubana o la peruana. Ningún gobierno y ninguna presión extranjera pudieron tener la fuerza para retornar a las grandes haciendas y latifundios, como sucedió a sangre y fuego en las provincias guatemaltecas.
Bolivia siguió un camino con muchos tropezones y tragedias, pero lejos del horror que vivieron los guatemaltecos por medio siglo. Aún hoy es posible ver los rastros de tanta muerte en iglesias pueblerinas, en comunidades quichés, en familias destrozadas.
Los diálogos de paz de los años 90 intentaron un sendero democrático. Posteriormente, con respaldo de las Naciones Unidas, se creó una supra instancia para luchar contra la corrupción, la hermana siamesa de las dictaduras. Cuando las investigaciones llegaron hasta palacio de gobierno, la comisión fue desmantelada.
Bernardo Arévalo creó el Movimiento Semilla contra las violaciones de los Derechos Humanos y contra los diferentes rostros del crimen organizado. Los jóvenes urbanos y rurales le han dado su voto, aunque la campaña era austera, a pulso, con mensajes en redes y con letreros escritos a mano en las concentraciones.
Su discurso humanista, alejado de los extremos, abre una esperanza para toda América Latina.