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Es discutible si la Wiphala es un símbolo de la identidad de las culturas originarias de occidente en Bolivia. Hay tejidos prehispánicos en los que se puede advertir ese diseño como parte de piezas – chuspas en algunos casos – que incluyen otras formas, pero su uso como bandera tiene más bien antecedentes coloniales. Lo que no ha quedado claro hasta hoy es cuál era su significado original.
En todo caso, la referencia histórica viene a cuento a propósito del debate que se suscitó en las actos centrales de la efeméride cruceña del 24 de septiembre pasado. El gobierno acusó a la gobernación de Santa Cruz de haber impedido la iza de la Wiphala y el ejecutivo departamental aseguró que ese acto no estaba consignado en el protocolo definido previamente. Y no solo eso, también se dijo que en realidad el que llevaba la bandera en el bolsillo era el ministro de Gobierno, Eduardo Castillo, quien durante la ceremonia, como si se tratase de un as bajo la manga, cogió el emblema y se lo pasó al presidente en ejercicio, David Choquehuanca, consciente de la polémica que podría generarse.
El problema no es que se respete o no un símbolo, sino el uso que se le da como parte de la trama oficial. Es natural, además, que cuando una bandera reemplaza los emblemas regionales (Patuju, flor nacional desde 1990), genere cierta resistencia o por lo menos un reclamo de respeto hacia la identidad local, porque a fin de cuentas la Wiphala no representa al indígena de la amazonia boliviana.
Si, como algunos dicen, la bandera tricolor y el escudo fueron símbolos impuestos en los inicios de la República, puede afirmarse lo mismo de la bandera multicolor indígena, que forma parte desde hace poco más de una década de la iconografía patriótica.
La wiphala pudo haber tenido una historia diferente y menos polémica , de no haber sido porque el gobierno del MÁS la utilizó siempre como un símbolo de polarización racial y regional. La bandera de los indios contra la de los blancos o mestizos, de los t’aras frente a los k’aras, de los pobres frente a los ricos. Perdió así su probable raíz de connotación identitaria y se transformó en una suerte de pendón de guerra interna.
Como en las antiguas batallas, la bandera se convirtió en el símbolo de la victoria de unos sobre otros y en el de la conquista de un espacio territorial. De su uso decorativo original y prehispánico, la Wiphala devino en pendón colonial y en una suerte de insignia partidaria.
A la diversidad polícroma, le siguió un predominio del azul. Es la otra bandera del MAS o de algunos sectores indígenas afines a esa línea. Es el disfraz con el que se participa de la fiesta de la inclusión y el escudo detrás del cual se esconde una visión de poder. Es la vocación indigenista gubernamental reservada para quechuas y aimaras, pero excluyente respecto a otras identidades, como las que hoy marchan contra la destrucción de sus territorios o que hace años lo hicieron en rechazo a la construcción de una carretera por el corazón del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS).
No hay el mismo trato para un indígena que para otro, no solo en un escenario de tensión entre regiones, sino al interior mismo de occidente, donde el cultivador de coca tradicional de los Yungas, no goza de las mismas consideraciones que el cocalero de el Chapare, sencillamente porque el gobierno no tolera discrepancias al interior de su principal movimiento de sostén político y social.
Como el “patria o muerte” o el puño en alto, para el gobierno el saludo a la Wiphala expresa la adhesión a un proyecto político y no a una nueva cultura inclusiva de respeto a la diversidad étnica del país. En ese sentido, no es un símbolo nacional, sino uno de dominación. La resistencia a su uso se explica así, no como un acto discriminatorio o racista, ni siquiera como la forma de establecer una delimitación regional, sino como la afirmación de una diferencia y/o discrepancia política.
La Wiphala es una bandera rehén. Fue capturada en los archivos imprecisos de la historia para crear un sentido de pertenencia y, de paso, plantear una frontera entre culturas e identidades: los de aquí y los de allá, los originarios y los foráneos. Lejos de constituir un símbolo de unidad o de un origen común se manipula su significado de manera que puede ser descifrado como el origen de una forzada reivindicación sólo superada con la desaparición o el sometimiento del adversario.
Hablar de un ultraje a la Wiphala es artificial, interesado y esencialmente político. Es el capítulo II de una historia que arrancó en noviembre de 2019, cuando grupos supuestamente vinculados al actual gobernador de Santa Cruz fueron acusados de quemar esa bandera. De manera similar, casi dos años después, pero esta vez en la plaza central de la capital cruceña, se repite el ritual de ofensores y agraviados al que se apela reiteradamente para sustentar la narrativa oficial.
Esta no es una controversia que involucre ni lejanamente a los indígenas y, en el fondo tampoco tiene que ver con lo que significa propiamente la Wiphala, ni con la actitud de los habitantes de origen diverso del oriente boliviano hacia el mundo andino. Es parte de la guerra discursiva impulsada por el MAS: la apelación emotiva que nubla la aproximación racional a otros temas, como la persecución política, el hostigamiento a los medios de comunicación y la represión de movimientos sociales críticos, entre otros aspectos que muestran la profunda fragilidad de una democracia bajo acoso permanente.
La Wiphala rehén parecería flamear en ayuda del gobierno, cuando arrecian las críticas por los juicios fraguados contra alcaldes elegidos por voto popular, por el trato inhumano que reciben ex autoridades de estado detenidas preventiva e indefinidamente y cuando la mención de la palabra “golpe” en foros internacionales suscita más críticas e incredulidad, que respaldo.
La idea es volver al origen, a la primera controversia, al detonante que motivo las movilizaciones de noviembre de 2019 en El Alto, a la bandera supuestamente mancillada que enervó los ánimos colectivos y promovió la idea de revancha que hoy define la lógica de la historia oficial.
Por eso es urgente liberar a la Wiphala de las ataduras políticas, devolverle el color original y convertirla en un símbolo de coexistencia entre culturas diversas, no en un estandarte de ocupación y venganza.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo