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Había opinado hace semanas que, tratándose de la reforma al sistema de administración de justicia boliviano, existe acuerdo unánime sobre su urgente necesidad, aunque el cómo y el cuándo estaban aún sobre la mesa, dando por descontado que el para qué nos quedaba clarísimo. Me equivoqué.
Al menos, a juzgar por los últimos parches introducidos –Ley No. 1390- y otras en trámite legislativo como la relativa a la legitimación de las ganancias ilícitas, financiamiento del terrorismo y armas de destrucción masiva; sostengo que si ellas forman parte de la reforma –en lo normativo, pues una reforma abarca muchísimos otros aspectos- parece que el nudo gordiano de cualesquier reforma al sistema judicial de un país que se dice, democrático, o no está claro para quienes toman esas decisiones o más bien, está clarísimo pero, no condice con lo que la ciudadanía espera y merece de su sistema de justicia.
Y es que en este tema, es decir, el para qué de una reforma de justicia de gran calado, no existen muchos misterios. Para mi gusto – conste en obrados que me he declarado garantista con sentencia condenatoria ejecutoriada, sin remedio- o se hace una reforma para protegerle al ciudadano del poder del estado –frecuentemente, bastante desproporcionado, si es que no autoritario- o, para darle mayores poderes al estado siempre administrado por algún gobierno, con lo que las garantías individuales de los ciudadanos, quedan pulverizadas, por muchos discursos demagógicos que se hagan para dorarle la pildorita que le harán tragar.
Si los sistemas de administración de justicia en los países genuinamente democráticos han sido establecidos para tutelar los derechos de todas las personas frente al poder y, siendo que la historia nos muestra cotidianamente, peor en Bolivia o Latinoamérica, que la principal fuente de vulneraciones de derechos proviene precisamente del estado, es elemental, obvio y hasta natural que si se trata de reformar ese sistema porque ha fracasado demostrablemente en esa su razón de existir, una reforma consistente en darle mayor poder al que vulnera aquellos derechos y garantías, está irremediablemente condenada al fracaso, es gatopardiana: cambiarlo cosméticamente casi todo, para que todo siga igual o peor.
Una buena prueba de esa perversa lógica es lo que ha ocurrido con nuestro sistema penal. Estábamos muy pero muy mal con el inquisitivo, saltamos en garrocha hacia el acusatorio oral afín al garantismo y, luego todos los gobiernos que sucedieron le metieron mano al sistema y, lo dejaron peor de lo mal que habíamos empezado: más retardación, más presos sin condena, mayores niveles de hacinamiento carcelario y resultante violación de DDHH, sin contar con la desprotección a las víctimas o el terror que el ciudadano siente de los operadores del sistema, aunque excepciones, aplican.
En Bolivia, la única forma que el estado ha encontrado –incluyendo todos los últimos gobiernos- para rebajar en algo aquellos vergonzosos índices, han sido las sistemáticas leyes de indulto y amnistía (más de media docena ya) por las que ya también se vulneran los derechos de las víctimas de los delitos pues nadie les oye para aplicar esas muy discutibles medidas desesperadas –GIEI dixit-, es decir, se desviste un santo para vestir a otro y nada más.
Así el estado del arte, si vamos a hacer una genuina reforma del sistema de justicia que tenga alguna mínima esperanza de ser exitosa, urge darle mayores garantías al ciudadano frente al poder –sea gubernamental o de cualquier otra índole- y no lo contrario. De seguir así, estaremos perpetuando aquella perversa lógica plasmada en la vulnerabilidad ciudadana frente al poderoso, que es además, frecuentemente abusivo. Ojalá, que nuevamente no nos ocurra aquello de Iván GARCIA: “La música de las supuestas reformas (…) sonaban muy bien entonces. Pero años después, la letra de la melodía, en la práctica, nunca llegó a rimar”.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo