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Poco ha cambiado desde hace dos años, cuando comenzaron las movilizaciones y paros en todo el país contra el fraude electoral primero y luego exigiendo la renuncia de Evo Morales. Coincidencia o no, en las últimas semanas volvieron las protestas y germinó la semilla de un incipiente frente opositor que reúne un mosaico de piezas dispersas y todavía sin un centro de gravedad política que consolide su articulación.
Para quienes pensaban que Evo Morales era el principal factor de debilitamiento del MAS en 2019, los eventos recientes parecen indicar que lo que en realidad produjo el desaliento y provocó la ira en los días finales de esa gestión fue un tema ideológico estructural antes que de estilo de liderazgo personal.
El MAS ganó en 2020 y por un amplio margen, pero no por la adhesión de la población a un proyecto autoritario como el encarnado por Morales durante gran parte de su gestión, sino por las secuelas inesperadas de la pandemia sobre la economía y la sensación de incertidumbre generalizada que no pudo revertir un gobierno débil y caótico de transición del que, a mayor o menor distancia, formaron parte también los otros liderazgos opositores que en vano quisieron marcar diferencias tardías en la campaña.
Tras el fallido ensayo de conducción opositora, la gente inclinó su voto hacia el candidato que ofreció por encima de todo renovar la ilusión de la prosperidad. El votante emergió de la cuarentena con los bolsillos vacíos y fue a las urnas en busca del pasado.
Pero así como los tiempos opositores se acortaron en el gobierno de Jeanine Añez, transitando en menos de un año de la euforia a la decepción, el gobierno de Luis Arce ha comenzado a experimentar una enfermedad parecida.
En solo 10 meses de gestión el presidente ha tenido que enfrentar una suerte de resumen de todas los conflictos que vivió Evo Morales en 13 años: paros cívicos, marcha indígena, amenazas de sectores sociales poderosos e innumerables presiones. A esto, debe añadir algo propio: las pugnas internas de un partido sobre el que no ejerce ningún control.
El ciclo de desgaste masista, disimulado por una elección favorable, persiste. El problema es que frente a la adversidad, el MAS presiona para la radicalización del gobierno. Si antes había utilizado a Arce como vocero del golpe imaginario, lo ha transformado ahora rápidamente en un pálido reflejo de su antecesor y en el portavoz de un discurso rabioso que solo agrava el clima de crispación social y política.
Arce es el nuevo Evo y ni siquiera el vicepresidente, David Choquehuanca, ha conseguido sustraerse a la corriente que empuja al gobierno hacia la intolerancia y el autoritarismo. Si Choquehuanca fue en algún momento la imagen de la reconciliación y el vocero de la paz, ahora es uno más en el esquema de confrontación. No hay fronteras filosóficas o de cosmovisión que diferencien al líder indígena paceño de un gobierno populista y represivo.
Si el MAS fue el beneficiario de la crisis sistémica de fines del siglo pasado y principios del actual, ahora es parte de un modelo de administración en crisis, porque ya no se sostiene ni sobre la bonanza de los precios de exportación de las materias primas, ni sobre un consenso pleno de los movimientos sociales que le dieron fortaleza en el pasado.
En la continuidad del esquema está la trampa y el presidente es más testigo pasivo que protagonista de una realidad que, como a Evo Morales hace dos años, lo ha comenzado a superar. Puede ejercer el poder solo desde el miedo -y eso pretende hacer -, porque en los “genes” partidarios no existe la vocación democrática que le permita gobernar desde un diálogo amplio para poder ser conductor de una transición todavía incierta en cuanto a su desenlace. Sabemos donde estamos, pero nos cuesta descifrar hacia donde vamos.
Agotado o en vías de agotarse el discurso populista no solo en Bolivia, sino en Argentina, donde la crisis económica ya rebasó a Alberto Fernández, y en el propio Perú donde las consignas sirvieron para que Castillo llegue, pero cada vez menos para que gobierne, el gobierno del MAS parece condenado a sobrevivir en la zozobra y el presidente en un proceso acelerado de desgaste.
Hoy las encuestas – con todo y la suspicacia que existe sobre ellas – muestran que los líderes opositores de regiones y municipios tienen más respaldo y aprobación que el propio mandatario y que las expectativas de la población respecto al futuro económico del país no son muy optimistas.
A diferencia de Morales en los primeros meses e incluso años de su gobierno, Arce no ha conseguido empatar su agenda con las aspiraciones de la gente. Las buenas noticias de la vacunación no sirven para sostener o compensar los desequilibrios que genera la proyección de la imagen de un gobierno que no acepta la crítica, y que persigue y descalifica a sus adversarios a través de la intimidación directa o la manipulación de la justicia.
Que todo el poder de un Procurador o de sus leales – que es lo mismo – se cierna sobre un caricaturista, cuyo único pecado es dibujar la realidad con extraordinaria precisión, o que una jueza sea encarcelada y acusada solo por extinguir una causa contra los familiares de un líder político, son ejemplos de abuso que pesan mucho y negativamente en la percepción pública. Y son síntomas, además, de la decadencia prematura de un gobierno por ahora más empeñado en destruir que en construir.
Ocurrió lo mismo en 2002, cuando el congreso de entonces tramitó el desafuero de Evo Morales para iniciar un proceso legal que nunca prosperó contra el líder cocalero y que no cambió en nada el impulso que habían adquirido algunas corrientes sociales o en 2003 cuando se dispuso un operativo militar para permitir el tránsito de las cisternas de combustible – a un costo muy alto en vidas – para recuperar un orden que ya no existía.
El MAS hoy, como lo fueron los partidos tradicionales ayer – y como algunos líderes sobrevivientes de oposición lo son ahora -, es el dique de contención de una nueva agenda, independientemente de que por ahora no exista un liderazgo o un proyecto visible que haya logrado descifrar adecuadamente las tendencias de la motivación social.
El orden imaginado que el populismo impuso en las dos últimas décadas ha comenzado a resquebrajarse y el gobierno de Luis Arce podría ser uno de los símbolos de este proceso de irreversible deterioro. Son las vísperas de un todavía largo naufragio.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo