El verdadero golpe de Estado
Este 17 de julio se recuerda la última asonada militar sangrienta protagonizada por Luis García Meza en 1980. Quienes vivieron ése y otros golpes de Estado saben de qué se tratan.
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El largo y doloroso período de dictaduras militares acabó en el país en 1982, cuando el último militar encargado de la transición a la democracia, el general Guido Vildoso, entregó la presidencia a Hernán Siles Suazo, ganador de las elecciones nacionales dos años antes. La última dictadura sangrienta había sido comandada por el general Luis García Meza y su tenebroso ministro del Interior, Luis Arce Gómez.
Asesinatos, desapariciones forzadas, detenciones ilegales, secuestros, exilios, confinamientos, torturas y otras violaciones a los derechos humanos fueron el pan de cada día durante el régimen de aquel temible hombre que luego fue sometido a un Juicio de Responsabilidades y fue condenado a 30 años sin derecho a indulto.
El golpe de Estado del 17 de julio de 1980 tuvo su epicentro en La Paz, en el edificio de la Central Obrera Boliviana. Allí estaban reunidos integrantes del Conade (Consejo Nacional de Defensa de la Democracia), asaltado por grupos de paramilitares, operación que ejecutaron usando ambulancias con el claro objetivo de detener o eliminar a dirigentes de partidos políticos y de organizaciones obreras.
Fueron acribillados el líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz y Carlos Flores Bedregal, el resto fue torturado y detenido en el Estado Mayor y otras instalaciones públicas. Los restos de Quiroga Santa Cruz, Flores Bedregal y de otras víctimas de la asonada militar siguen sin ser encontrados 41 años después.
Humillada, la presidenta de ese momento Lidia Gueiler fue obligada por los militares levantados en armas a leer su carta de renuncia en un mensaje televisado, se impuso una cadena nacional de medios de comunicación después del ataque armado a las radios Fides y Panamericana y empezó a regir el toque de queda bajo la vigilancia de soldados del oriente en occidente y viceversa.
Se impusieron censores de contenido en los diarios del país, aparecieron las filas en los centros de abasto para comprar pan y víveres en cantidades dispuestas por el régimen y se desplegó una brutal persecución de dirigentes de izquierda y de sindicatos obreros. La masacre del 15 de enero de 1981, en la que un comando de paramilitares asesinó a ocho miembros de la dirigencia nacional del MIR en la calle Harrington de La Paz fue la muestra de hasta dónde podía llegar el régimen golpista para mantenerse en el poder.
La vida no valía nada en esa ni en otras dictaduras militares que resistió el país. Había que cambiar de nombre para combatir a los golpistas desde la clandestinidad. Si por desgracia se caía preso de las fuerzas irregulares, un matón armado definía la vida o la muerte de quien era golpeado hasta el cansancio para sacarle información sobre los subversivos. Ese fue el terrorífico sello de la dictadura de García Meza y de otras anteriores en más de dos décadas de nuestra historia.
Los sobrevivientes de verdaderos golpes de Estado y de gobiernos de facto, que vieron la usurpación del poder por grupos de tiranos con uniforme y de civil, que soportaron abusos inimaginables, pero que también supieron combatir a las dictaduras, compararán, respirarán profundo y quedarán más convencidos que el de hace 41 años fue el último golpe de Estado y no el absurdo invento de Evo Morales y sus seguidores que paradójicamente han atentado contra la democracia en reiteradas oportunidades en la última década, incluso con un imperdonable fraude electoral hace casi dos años.