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Por: Eleonora Urrutia1
En los últimos dos siglos la riqueza de un ciudadano medio se ha multiplicado por treinta. Es un salto espectacular, un avance histórico en términos de desarrollo socioeconómico. Lo que lo explica, como narra Deirdre Mc Closkey, es la Revolución Industrial, que tuvo de distinto ir de la mano de un espectacular salto en materia de innovación productiva. Las ideas, que surgieron en un contexto de libertad, fueron lo que nos permitieron ser más ricos, y en esto el liberalismo ha sido la clave porque liberó a las personas. Ser libres nos hace ricos. La economía ha intentado encontrar pequeñas fórmulas mágicas capaces de explicar el progreso. Ahorro, trabajo, instituciones… Todo eso es parte de lo que nos hace ricos, pero solo funciona si hay algo más grande detrás, si existe un marco para el desarrollo. Y ese paradigma es el de la libertad.
La historia del liberalismo como garantía de la libertad es, desde sus inicios, una de lucha por la limitación del poder de los gobiernos. A principios del siglo XI, la Inglaterra feudal era acosada por los impuestos que surgían de las necesidades de los Señores y del Rey. Guerras, lujos y una economía improductiva y obsoleta demandaban cada vez más dinero. Entre la casta devoradora de impuestos estaba el poderoso Señor Leofric, casado con Lady Godiva. Cuando la ambición se apoderó de su esposo, ella le pidió que rebajara sus impuestos. El conde accedió, pero con la condición de que Lady Godiva recorriese Coventry a caballo, sin más vestidura que su largos cabellos. La audacia y carisma de Lady Godiva hicieron el resto y su hazaña nos llega hasta hoy en cuadros, grabados y latas de chocolates. Sumemos a esta señora al gran Guillermo Tell, que encabezó la rebelión contra los cobradores de impuestos de los Habsburgo, y a Robin Hood, cuya batalla permanente contra los abusos impositivos puso en jaque a Juan sin Tierra.
Esta anécdota de Lady Godiva es revelada al mundo casi dos siglos después, en un escrito de un monje de la Abadía de San Albano, en Hertfordshire, que se conoce en ocasión de la firma de la Carta Magna. El documento, otorgado por Juan sin Tierra en Inglaterra en junio de 1215, es el primero en el que se fijan derechos individuales -los que ya venian desarrollándose en Occidente desde la Grecia ateniense- y es el origen de las Constituciones y Parlamentos posteriores. El principio de que ni el rey está por encima de la Ley, fue por primera vez establecido en dicha Carta, la que reconoce el derecho de todos los ciudadanos a ser protegidos de impuestos excesivos, entre otros detalles impensados para la época, como la igualdad ante la ley. Y es que, durante siglos, los impuestos fueron el símbolo patente de la servidumbre. Los derrotados, los siervos, los subyugados eran los que pagaban impuestos. La máxima manifestación del poder era el poder de cobrar impuestos.
Varios siglos y otros tantos acontecimientos después, el “Motín del té” sentaría uno de los precedentes de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, en el que se lanzó al mar un cargamento de té como protesta de los colonos americanos contra Gran Bretaña por la aprobación del Acta que gravaba la importación de distintos productos. Y el detonante de la Revolución Americana fue la modalidad de control del pago del Impuesto de Sellos del Parlamento Británico. Además de haber sido aprobado sin el voto de los colonos americanos, lo que violaba la Bill of Right de 1689, para controlar su pago en las colonias, el Parlamento emitió la “Writ of Assistence Act” que permitía a cada oficial del ejército británico emitir su propia orden de cateo, sin necesidad de acudir a un juez y sin evidencia de ningún tipo, y entrar en cualquier casa de New York, Filadelfia, New Jersey o Delaware y darla vuelta para verificar su pago.
En el siglo XXI la historia es otra, pero parecida. Hace pocas semanas, los países del G20 aprobaron un mecanismo de fiscalidad para las multinacionales. El proyecto busca imponer un impuesto mínimo global de 15% sobre los beneficios de las empresas con presencia mundial que alcancen cierta facturación y allí donde vendan sus productos, independientemente de dónde tengan sus oficinas o sus operaciones. Los esfuerzos están centrados ahora en convencer a 9 de los 139 países de la OCDE que se muestran renuentes, para tomar una decisión final en una cumbre en octubre. Si bien el tema estaba en la agenda de la OCDE desde hace casi una década, el fuerte respaldo de la Administración Biden ha sido sin dudas un punto de inflexión.
La idea de este “mínimo global” es detener la competencia entre países por ofrecer impuestos más bajos para evitar el impuesto cero. Pero no es cierto que esta situación lleve a un impuesto cero, como no es cierto que la competencia en los mercados lleva a un precio cero, sino a un valor razonable en función de lo ofrecido. Pero además un principio fiscal justo es no discriminar a quien paga los impuestos. Sucede que la competencia fiscal, en todo momento y lugar, favorece a los pagadores de impuestos. La cartelización, a los Estados voraces. Los carteles son siempre malos, sea el de la OPEP, el de la OCDE, el de Sinaloa o el de Jalisco. La cartelización, en este caso, agrupa a los países del G7, del G-20 y a los que manejan la OCDE, que están siendo gestionados de manera ineficiente y que están profundamente endeudados y, por ende, necesitan recaudar mucho dinero, contra los Estados que tienen un tamaño razonable y son administrados de manera eficiente, y contra los países pobres, quienes se verán afectados en su capacidad para atraer inversiones.
Irlanda, cuya tasa actual de impuesto a las ganancias corporativas es de 12,5%, Hungría con una tasa del 9% y Bulgaria del 10% son algunos de los perjudicados por ahora, porque tampoco es claro que la tasa mínima termine quedando en 15%, toda vez que la propuesta de Biden es utilizar el 21% como referencia. De ser así, otros países europeos como Holanda, Lituania y Letonia, hoy con tasas del 15%, pasarían a estar entre los perjudicados.
Refugios tributarios para infiernos fiscales
Todos los países que se oponen a esta iniciativa están siendo condenados al mote de “paraíso fiscal”. Hace unos años que existe una potente campaña propagandística a escala global para acabar con los refugios fiscales. Su objetivo es eliminar la competencia tributaria entre los estados; la coartada para conseguirlo es que esas jurisdicciones son lugares cuyo cometido fundamental es lavar dinero procedente de operaciones criminales y servir de plataforma para financiar el terrorismo internacional. A esta tarea se dedican con evidente éxito las izquierdas autoritarias, secundadas por gobiernos de los países industrializados, sobre todo europeos, que gravan a sus súbditos con una fiscalidad excesiva y pretenden evitar su huida hacia entornos tributarios menos onerosos. Este es el fondo del debate, distorsionado por una lamentable hipocresía y por una manipulación de la realidad burda pero popular.
El concepto de refugio fiscal ha adquirido un carácter expansivo hasta abarcar a cualquier estado con regímenes impositivos menos gravosos para el trabajo, para el ahorro y para la inversión que sus competidores. Se trata de impedir que nadie ofrezca a los ciudadanos y a las empresas unas condiciones fiscales mejores que los demás. Se aspira a crear un cártel estatal para suprimir la competencia entre los sistemas tributarios y, de este modo, evitar la presión para reducir la tributación que recae sobre los contribuyentes. Este acuerdo colusorio tiene por finalidad encerrar a los individuos y a las compañías en una especie de cárcel fiscal al servicio de los caprichos de los gobiernos. Sin presión competitiva del exterior, pueden imponer a sus ciudadanos y empresas la carga que deseen.
Pero hay más. Un Estado de Derecho ha de defender la privacidad de los ciudadanos, lo que incluye la información sobre su situación financiera o patrimonial cuyo uso es de propiedad privada, no colectiva. Este derecho individual ha de ser garantizado por la ley y el levantamiento de ese velo protector sólo ha de producirse por causas tipificadas previamente y mediante una decisión fundada de los tribunales, no de la autoridad administrativa. La concepción del ciudadano transparente, cuya vida y milagros han de ser conocidos por el poder fiscal es orwelliana e impropia de una sociedad libre. Siempre habrá gente dispuesta a abusar de la protección ofrecida por los refugios fiscales, pero la mayoría busca en ellos seguridad y rentabilidad para su capital, entre ellos, muchos individuos y compañías que afrontan altos riesgos, no precisamente tributarios, en sus países de origen.
Hay refugios fiscales, y son atractivos, porque casi todas las economías avanzadas tienen impuestos demasiado altos y sus gobiernos no están dispuestos a disminuir el tamaño del sector público. Pero además, porque los gobiernos avanzan sobre los derechos de las personas. Descuellan en el uso de la tecnología en la observación de los ciudadanos e identificación de sus comportamientos económicos. Cuentan también con su obligada colaboración. Han invertido el Estado de Derecho de modo que cualquier acto del ciudadano puede suponer un problema con el Estado, porque en terreno fiscal no impera la certidumbre sino la arbitrariedad y el abuso de poder. Un abuso cimentado sobre la inversión de la carga de la prueba, lo que lleva a otra de las fuentes de abusos de los gobiernos porque cuentan con enormes recursos económicos, tecnológicos y humanos. Y, sobre todo, con un horizonte temporal que va mucho más allá de la paciencia o de la desesperación humana. Pueden anegar las fuerzas y recursos de una empresa en un torrente de papeleo, para obligarla a pagar su rescate con una multa que no le corresponde.
En nombre del combate contra el terrorismo, el narcotráfico y el contrabando de armas se está intentando crear una especie de estado policíaco fiscal a escala mundial que amenaza el progreso y la libertad. La competencia fiscal ha sido, tanto en Europa como en Estados Unidos, un instrumento básico para frenar o, al menos, aminorar la insaciable voracidad de los gobiernos permitiendo votar con los pies. Es uno de los elementos que explican el desarrollo alcanzado en ambas geografías, en contraposición a la monolítica China que quedó rezagada. Curiosamente hoy son estas mismas jurisdicciones las que quieren liquidarla. Esto es inaceptable en términos morales y negativo en los económicos. Impuestos altos suponen menos crecimiento y, lo que es más importante, menos libertad. Ésta es la esencia última del debate, aunque pretendan sepultarla bajo una maraña de mentiras y de falsas verdades.
1Consejera del Consejo Directivo de la Fundación para el Progreso. Senior Fellow FPP. PhD en Administración de Negocios (ESEADE); Master en Economía y Ciencia Política (ESEADE, Medalla de Oro); Master en Políticas Públicas (George Mason University); Abogado (Universidad Nacional de Cuyo). Consultora BM y BID para LAC en desarrollo del sector privado y gestión del sector público, docente Universidad de Buenos Aires, columnista El Libero (Chile) y Revista Noticias (Argentina), panelista Radio Agricultura Programa La Mirada Líbero (Chile).
*Este artículo fue publicado originalmente en FPPChile.org el 3 de septiembre de 2021.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo