Obama está equivocado sobre la doctrina de imparcialidad
Paul Matzo recuerda que lejos de salvar a la democracia de la propaganda, la Doctrina de Imparcialidad fue un arma regulatoria anti-democrática para suprimir a las opiniones disidentes.
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Por Paul Matzko1
A fines de abril, el presidente Barack Obama expresó su preocupación por el “retroceso democrático” en un discurso en la Universidad de Stanford, culpando a las plataformas de redes sociales por difundir desinformación a un ritmo sin precedentes utilizando algoritmos que a través de “la manipulación sutil” promueven la conspiración, el racismo y el sexismo.
Obama planteó estas preocupaciones solo unos días antes de la compra de Twitter, por $44 mil millones, por parte de Elon Musk bajo el lema de defender la libertad de expresión en línea, lo que generó expectativas de que Twitter relajaría aún más sus políticas de moderación de contenidos. Pero, aunque tanto Musk como Obama se han descrito a sí mismos como “absolutistas de la libertad de expresión”, Obama quiere decir algo muy diferente a Musk con esa frase.
Obama aboga no solo por una mayor moderación del contenido por parte de las plataformas, sino también por una intervención gubernamental dirigida, el trabajo de reguladores tecnocráticos y escrupulosos que sopesarían cuidadosamente los costos y beneficios de las regulaciones a través de un proceso transparente, imparcial, y democrático. Además, espera que las empresas de tecnología trabajen con los reguladores “para encontrar la combinación correcta de regulación y estándares de la industria que fortalecerán la democracia”.
Sin embargo, la confianza de Obama en los reguladores gubernamentales altruistas está fuera de lugar. Esto se debe a que la historia de los intentos de regulación gubernamental de los medios de comunicación masivos está marcada por una cadena casi sin interrupción de reguladores capturados que establecen políticas en tratos clandestinos de acuerdo con los intereses de partidarios crasos y ejecutivos anti-competitivos de la industria. En cambio, un camino a seguir más confiable para la industria de las redes sociales es el cumplimiento voluntario de las mejores prácticas de la industria generadas a través de nuevas instituciones no gubernamentales.
Para ilustrar el amplio abismo entre las aspiraciones idealistas de Obama de una regulación inteligente de Internet y la sórdida realidad de la regulación de los medios gubernamentales, considere su breve pero favorable mención de la Doctrina de Imparcialidad, una regulación de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) durante las décadas de 1960-1980 que requería que las emisoras de radio y televisión sean equilibradas en su presentación de diversos puntos de vista sobre la actualidad y la política. Según Obama, la Doctrina de Imparcialidad era una herramienta para mitigar la propagación de “propaganda” y “las llamas del odio” en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, un medio para garantizar que “nuestro sistema de transmisión fuera compatible con la democracia”. Los consumidores recibirían una dieta mediática justa, equilibrada y veraz, o al menos esa era la intención declarada.
Sin embargo, la función principal de la Doctrina de Imparcialidad fue la de ser una herramienta para la censura por parte del gobierno. La imparcialidad existe en el ojo del espectador y, a principios de la década de 1960, ese espectador era el presidente John F. Kennedy. Él sintió que la radio de derecha estaba siendo injusta con su administración y, por lo tanto, usó la Doctrina de Imparcialidad como un arma para reprimir a las emisoras de radio conservadoras. Kennedy nombró a un nuevo presidente de la FCC y le dijo: “Es importante que las estaciones se mantengan imparciales”. En cuestión de semanas, la FCC anunció un nuevo impulso de aplicación de la Doctrina de Imparcialidad que se enfocaba exclusivamente en el discurso desequilibrado de la derecha.
El uso de la Doctrina de Imparcialidad como un arma continuó después del asesinato de Kennedy. Un equipo de agentes del Comité Nacional Demócrata (DNC) usó la amenaza de las quejas en virtud de la Doctrina de Imparcialidad para extraer cientos de horas de tiempo de aire gratuito a favor de Lyndon Johnson durante la temporada electoral de 1964, “inhibiendo así la actividad política de estos medios de derecha”, en las palabras del operativo principal. Por ejemplo, cuando la transmisión pagada de un presentador conservador que acusó a Lyndon Johnson de inflar el incidente del Golfo de Tonkín como pretexto para la escalada en Vietnam – lo cual era correcto – el equipo del DNC pudo obtener tiempo de respuesta de forma gratuita bajo la Doctrina de Imparcialidad, enviando así un mensaje a las estaciones de radio de que transmitir contenido de la disidencia conservadora literalmente no pagaba bien.
Esta campaña anti-conservadora de la Doctrina de Imparcialidad obligó a las estaciones de radio a abandonar la programación conservadora para evitar los costos financieros del cumplimiento y el riesgo existencial de perder la licencia de estación emitida por la FCC. En la década de 1970, bajo el lema de “imparcialidad”, un escalofrío descendió sobre el discurso político en la radiodifusión, y muchas estaciones cambiaron a formatos de música más seguros y evitaron por completo las editoriales controvertidas.
Así, lejos de salvar a la democracia de la propaganda, como la presenta Obama, la Doctrina de Imparcialidad fue un arma reguladora anti-democrática para suprimir la disidencia política y extraer ventajas partidistas. Esta sirve como un recordatorio de que las buenas intenciones no pueden aislar las regulaciones del abuso. Ese esfuerzo del gobierno por mediar y moderar el discurso en la radiodifusión condujo a uno de los episodios de censura más mordaces en la historia de EE.UU.
Hoy en día, la Doctrina de Imparcialidad no se podría copiada y pegada de la radiodifusión al Internet, dado que su justificación legal se basaba en la escasez de espectro, que simplemente no se aplica en línea. Sin embargo, otras regulaciones de Internet propuestas en el discurso de Obama podrían brindar oportunidades similares para los actores políticos de mala fe.
Por ejemplo, varias docenas de propuestas recientes del Congreso para reformar la Sección 230 de la Ley de la Decencia en las Comunicaciones —que proporciona un escudo de responsabilidad vital para las plataformas en línea que alojan contenidos de usuarios— haría que esa protección dependiera de las políticas de moderación de contenido de una plataforma. Los demócratas quieren aprovechar la Sección 230 para alentar a las plataformas a suprimir el discurso de odio y la desinformación. Los republicanos quieren usar la misma palanca regulatoria para propósitos contrarios, alentando a las plataformas a prometer neutralidad de contenido y no privilegiar ninguna variedad particular de discurso político, independientemente de cuan odioso sea el orador.
Pero ya sea que las reformas de la Sección 230 se implementen para limitar o exigir ciertas formas de expresión, la historia de la Doctrina de Imparcialidad nos advierte que esperemos que sean utilizadas como armas para obtener ventajas partidistas. La base del apalancamiento regulatorio es diferente –la Doctrina de Imparcialidad se basó en la concesión de licencias a las estaciones de radiodifusión, mientras que los reformadores de la Sección 230 apuntan el escudo de responsabilidad– pero los resultados potenciales son similares. En la década de 1960, la “imparcialidad” era un concepto tan escurridizo y tan abierto a interpretaciones abusivas como lo son hoy en día la “neutralidad” y la “desinformación”. Si una agencia gubernamental tuviera la tarea de determinar qué discurso se excluirá de la protección de la Sección 230, habría una gran oportunidad para la aplicación selectiva que castigue a los opositores políticos y recompense a los aliados. Independientemente de la intención, los llamados a la reforma de la Sección 230 son invitaciones funcionales para la censura de los medios de comunicación en una escala nunca vista desde la era de la Doctrina de Imparcialidad.
Si bien la intervención del gobierno para limitar la desinformación en línea sería excesiva, anti-democrática y propensa al abuso, eso no significa que las plataformas de redes sociales están libres de responsabilidad. Su incapacidad para moderar el contenido de manera adecuada y receptiva ha generado desconfianza pública e incredulidad de que estas plataformas están haciendo lo suficiente para eliminar el contenido malicioso o para tomar decisiones de moderación de manera equitativa, no arbitraria y transparente.
El espectáculo de la compra de Twitter por parte de Elon Musk es un recordatorio de que simplemente cambiar la propiedad o el liderazgo de un grupo de inversionistas ricos a otro es un mecanismo insuficiente para generar una transformación en toda la industria. Además, la mayoría de los consumidores parecen querer más moderación que la que ofrecen los autoproclamados paraísos de las redes sociales de libertad de expresión que han luchado por igualar las audiencias de las plataformas establecidas.
Para recuperar la confianza del público, la industria de las redes sociales necesita una autorregulación más formal. La creación de la Junta de Supervisión de Meta fue un primer paso prometedor, un mecanismo para el arbitraje independiente de las quejas de los usuarios y decisiones cuasi jurisprucenciales sobre la política de moderación de contenido. En ese sentido, las plataformas de redes sociales deberían trabajar juntas para crear instituciones independientes y aplicables a múltiples plataformas que guíen las mejores prácticas de la industria, promuevan la rendición de cuentas y brinden transparencia a través de auditorías de rutina de las políticas de la plataforma, sus algoritmos y decisiones de moderación.
Este enfoque tiene un amplio precedente histórico. Cuando en la década de 1960 surgió la presión pública (mal aconsejada) para que el gobierno censurara el contenido ofensivo de las películas, la asociación de la industria que representaba a los principales estudios cinematográficos –Motion Picture Association of America– puso coto a los censores creando una agencia independiente de calificación de películas. Todavía existe hoy como un sistema no gubernamental y voluntario. Los cineastas no tienen que enviar sus películas para una clasificación, pero generalmente lo hacen considerando el beneficio que obtienen de asegurar a los padres, al público y a los políticos hiperbólicos que el contenido de una película ha sido examinado.
Las plataformas de redes sociales harían bien en aprender de ese pasado. Al hacerlo, podrían evitar el potencial de censura que conlleva la regulación gubernamental de los medios de comunicación y reconstruir la confianza pública en la industria mediante la creación de nuevas instituciones privadas para la rendición de cuentas.
1Paul Matzko es un investigador y el conductor del podcast Building Tomorrow.
Este artículo fue publicado originalmente en elcato.org el 11 de mayo de 2022
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo