Escucha la noticia
¿Tiene algún sentido continuar presionando o asfixiando a los medios de comunicación independientes y fabricando procesos en contra de periodistas?
Para ciertos personajes del gobierno parece que esta es una tarea urgente, tal vez porque necesitan ganar puntos en la estima de alguna autoridad e incluso del propio presidente.
Pero la verdad es que ese tipo de estrategias ya no tienen norte ni utilidad. Si quiere – plata no le falta – el gobierno puede comprar todos los medios impresos y audiovisuales del país y perseguir no a uno o dos, sino a cientos de periodistas y con certeza no conseguirá que las percepciones cambien. Es más sería la peor inversión de la historia.
Así es la democracia o, para decirlo en términos más simples, así es la vida. Unos están a favor de algo y otros en contra y se darán modos siempre para hacer públicas sus posiciones.
Que una denuncia de corrupción no se difunda, no quiere decir que no exista o que tarde o temprano no se conozca el nombre del corrupto, porque a fin de cuentas por sus bolsillos los conoceréis a todos.
Hoy hay tantas maneras de que algo finalmente se sepa como miles de millones de usuarios hay en las redes sociales.
No se puede tapar un error con un dedo, ni mantener mucho tiempo un secreto. La crítica, la denuncia fundamentada, la mordacidad de una caricatura nunca son malas, mucho menos para cualquier líder que necesita saber, por encima de todo, lo que piensan o sienten los que no están con él. A fin de cuentas los otros, los obsecuentes son predecibles y políticamente inútiles.
El silencio, entendido como la mordaza que impide decir las cosas ya no existe. Este es un mundo ruidoso por donde se le escuche y, por primera vez, hay cámaras listas para grabar por dónde se mire.
Dejar a un medio sin recursos y a un periodista sin trabajo, no cambia absolutamente nada. A lo sumo confirma que en su afán por aplicar el abuso, la autoridad deja al descubierto una pobre inteligencia.
Lo dueños de medios ya no son tan poderosos como se piensa. Es más tienen muchos problemas, por lo menos en Bolivia, porque vender noticias – buenas o malas – ya no es tan buen negocio. La publicidad del Estado solo llega a los dóciles y la privada llega a cuentagotas porque parecería que las empresas tienen otras prioridades y no les faltan temores.
Por eso, administrar – mal – los recursos de la publicidad estatal, que son de origen público – es decir de todos – como si fueran de uno – el gobierno -, es daño económico al Estado, sobre todo si, para remate, se financia publicidad en medios internacionales casi fantasmas -Telesur, por ejemplo – o en otros casi invisibles – que no se leen, ni se ven, pero que deben ser premiados porque dicen lo que al poder le gusta escuchar.
Un gobierno democrático no debería tener medios de comunicación propios o partidarios. Como son concebidos ahora representan una carga costosa e inútil para el Estado. No solo hay que pagar parte de sus planillas, como si fueran – bueno, lo son en realidad – empleados públicos, sino que además hay que darles publicidad de las cuentas del TGN para que cubran sus gustos.
Lo correcto – palabra en desuso – sería que los fondos publicitarios fueran administrados por un ente técnico, de preferencia institucionalizado y con representación plural de la sociedad civil y por supuesto que también del gobierno, que los destine conforme a evaluaciones transparentes sobre nuevos indicadores de audiencias y que los medios, hoy gubernamentales, transiten rápidamente hacia un sentido verdaderamente estatal, bajo el manejo de un directorio igualmente plural de actores y sectores que aseguren una mirada informativa profesional y contenidos de calidad.
La comunicación desde el Estado debe evaluarse cómo se lo hace con el manejo de la economía o el de las relaciones internacionales. Si las industrias, incluida la mediática, prosperan, funcionan, generan ingresos, empleos y, en el caso de los medios, además aportan y enriquecen el debate nacional sobre temas clave, bien por el país y su democracia.
El presidente Arce tiene la oportunidad en ese y en otros campos de romper con hábitos y prácticas típicos de gobiernos autoritarios, como los de Venezuela, Ecuador, Cuba e incluso el de Argentina, que arremetió con ferocidad contra medios y periodistas solo porque no compartían sus puntos de vista sobre determinados temas o porque ponían sobre la mesa – vaya atrevimiento – los pecados del régimen. Baste recordar los nefastos programas semanales de Hugo Chávez o del ecuatoriano Rafael Correa, despiadados “paredones mediáticos” donde se “fusilaba” periódicamente a los críticos.
Si no se lo hizo antes, no debería ser un pretexto, porque siempre puede llegar el momento de cambiar para bien y no quedar expuestos a la lupa internacional, a las observaciones de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por inadmisibles presiones a prestigiosos medios locales y a las de organizaciones que defienden la libertad de expresión y prensa.
Bolivia no puede, ni debe ingresar como un punto de alarma en el alcance de los radares que evidencian riesgos para los derechos humanos.
La imagen de un gobierno no cambia, ni mejora, por la torpeza absoluta de creer que pueden silenciarse las voces críticas. El que discrepa no es un enemigo, el que piensa diferente no es un criminal, el que protesta en las calles no es un delincuente, el que denuncia no es un conspirador.
El mundo no hubiera cambiado si detrás de los episodios trascendentes de la historia no habría existido el detonante del desacuerdo. La discrepancia ha sido el motor del progreso moral de la humanidad y el germen de la maduración democrática. Aló presidente Arce…? Atienda el teléfono. Hay un país diverso y plural del otro lado de la línea.