OpiniónPolítica

Bolivia no está en crisis: Bolivia es la crisis

Roberto Ortiz Ortiz

Ingeniero comercial con experiencia en rubro financiero y de telecomunicaciones.

Escucha la noticia

La verdad duele, pero hay que decirla: el mayor obstáculo para que Bolivia progrese no es el gobierno de turno, ni la economía global, ni el imperialismo, ni la pandemia. El verdadero problema somos nosotros. Nuestra cultura. Nuestra forma de pensar, de vivir y de convivir.

Vivimos en una sociedad donde bloquear una carretera es más efectivo que presentar una idea. Donde destruir vale más que construir. Donde se celebra al que toma por la fuerza y se desprecia al que trabaja. Hemos normalizado el caos, institucionalizado la corrupción y romantizado la ignorancia. ¿Cómo vamos a salir adelante si lo más básico para que una nación funcione —respeto, ley, orden, educación— no existe?

Acá no se respeta la propiedad privada. Se la invade, se la toma y se la destruye. Como cuando comunarios de Potosí incendiaron un hotel en el Salar de Uyuni, espantando la inversión privada en una zona con enorme potencial turístico. O como cuando perdimos la oportunidad histórica de formar parte del Corredor Bioceánico por no poder garantizar algo tan básico como el libre tránsito debido a los bloqueos y el abastecimiento de combustible. Esto, además de costarle al país ingresos millonarios, nos condena al subdesarrollo y a quedar marginados de un continente hambriento por comerse el mundo.

No es una cuestión de clases ni de razas. Es una cuestión de mentalidad. De una cultura deformada por décadas de populismo, victimismo y estatismo. Parte del problema radica en el resentimiento disfrazado de indigenismo. Se ha manipulado el dolor legítimo del pasado para justificar privilegios e impunidad en el presente. En vez de buscar integración, ese discurso ha sembrado odio, división y una mentalidad de víctima eterna que impide mirar hacia adelante y construir futuro.

Ludwig von Mises lo dijo claramente: “La historia de la libertad es la historia de la lucha por limitar el poder del Estado”. Pero acá no queremos limitar al Estado, queremos vivir de él. Y mientras sigamos creyendo que el progreso va a venir por decretos o subsidios, vamos a seguir condenados. Ningún plan de desarrollo va a funcionar si no cambia la mentalidad colectiva.

Esta tierra rica y llena de potencial se está pudriendo desde adentro. No por falta de recursos, sino por exceso de permisividad. Por no exigirnos como ciudadanos. Por tolerar lo intolerable. Esa es la grieta más profunda y que nos aqueja como una falla estructural desde la concepción misma de este país: lo cultural.

No quiero ser pesimista. Pero la única forma de encontrar una salida real es hacer un diagnóstico honesto. Dejar de maquillarlo todo con eslóganes vacíos y mentiras populistas. No hay solución fácil ni rápida. Ningún nuevo líder ni campaña electoral va a resolver Bolivia. Mientras sigamos ignorando el problema cultural, el país seguirá cayendo en picada, sin importar los parches que logremos conseguir.

¿Y entonces, qué hacemos? Cambiar el chip. Pero no esperar a que lo haga un gobierno, ni este ni el que venga. No se puede esperar nada de una estructura estatal podrida desde su raíz. La salida real está en las instituciones privadas, en el empresariado consciente, en la sociedad civil decente que todavía resiste. Hay que financiar fundaciones, centros de pensamiento, y espacios que eduquen, que enseñen civismo, que fomenten el debate, que formen líderes con valores y que exijan transparencia pública. El cambio no va a venir desde arriba. Vendrá de abajo, solo si, quienes aún creen en Bolivia, deciden actuar.

Sí, cambiar una cultura toma generaciones. Pero toda gran transformación empieza con unos pocos que se atreven a decir la verdad, aunque duela. Bolivia es una historia de oportunidades perdidas: pudo ser el corazón energético de Sudamérica, un eje logístico entre océanos, un imán de inversión y turismo. Pero cada vez que el destino nos tendió la mano, elegimos la confrontación, el bloqueo y la corrupción.

Si no reaccionamos, no es que vamos a convertirnos en un fracaso de país: ya lo somos. Somos un país disfrazado de democracia, tremendamente corrupto y burocrático, donde vivir se vuelve cada vez más insoportable e indignante, y donde el desorden cala tan profundo que nos ha convertido en un paraíso para el crimen organizado. Mientras no transformemos esta cultura del resentimiento, la trampa y el “todo vale”, vamos a seguir siendo el país que pudo ser, pero que nunca fue. O cambiamos desde la raíz, o nos resignamos a mirar de palco nuestra propia desgracia. Todavía hay tiempo.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


Cuentanos si te gustó la nota

100% LikesVS
0% Dislikes

Roberto Ortiz Ortiz

Ingeniero comercial con experiencia en rubro financiero y de telecomunicaciones.

Publicaciones relacionadas

Abrir chat
¿Quieres unirte al grupo de Whatsapp?
Hola 👋
Te invitamos a unirte a nuestro grupo de Whatsapp