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1. Introducción
Entre los años 2019 y 2020, Bolivia vivió dos comicios presidenciales, seguidos de la elección de gobiernos municipales y departamentales en 2021. Los resultados de esos procesos están asociados con cambios políticos de relevancia, y en muchos aspectos traumáticos para el país. Este trabajo propone una lectura de la evolución de la geografía electoral, con énfasis en el contexto sociopolítico y la coyuntura de transición política que Bolivia vivió durante esos dos años.
La hipótesis que ordena el trabajo es la presunción de que los eventos comiciales de 2019, 2020 y 2021 marcan el principio del fin del ciclo electoral de supremacía absoluta del MAS, que dio legitimidad al régimen de gobierno implantado por este partido a partir de 2006. Esta evolución electoral se nutre de tres principales fuentes: i) la consolidación de la división electoral del país alrededor de dos grandes bloques políticos y territoriales (las “dos Bolivias”); ii) el debilitamiento estructural de la convocatoria electoral del MAS, cada vez más concentrada en su base social tradicional y afirmada en el voto identitario, pero con un retroceso notorio en el voto urbano y de clases medias y de sectores populares emergentes, que se alinean preferentemente con opciones políticas opositoras al gobierno; iii) las luchas de poder y liderazgo que socaban la unidad del MAS y erosionan los cimientos de su proyecto político.
Como resultado de tales fuerzas que redibujan el mapa electoral, toma vigor una tendencia de fragmentación del voto de los bolivianos y, con ello, un proceso de recomposición del sistema político. Un cambio fundamental en este nuevo escenario sería la transformación del MAS de eje central del sistema político en uno de los polos de la confrontación política dominante, pero con posibilidades cada vez menores de conservar el apoyo de una mayoría electoral absoluta, lo cual, por cierto, abriría la posibilidad de un mayor espacio para la competencia electoral y la lucha por el poder, favoreciendo el pluralismo político y quizá incluso la reconstrucción de las instituciones democráticas. En contrapartida, de imponerse estas tendencias, emerge como problema político sustantivo la conformación de mayorías electorales consistentes y, consecuentemente, la capacidad de los actores políticos de articular coaliciones interpartidarias y de gobierno que aseguren la gobernabilidad política, económica y social.
2. Punto de quiebre
Las elecciones generales del 20 de octubre 2019 pueden calificarse como un parteaguas en el ciclo electoral inaugurado en 2005, cuando arranca una era de supremacía electoral del Movimiento al Socialismo (MAS) que, a su vez, prohijó la instalación de un régimen de “autocracia electa”1, con un sistema político con predominio de un partido y sin alternancia de gobierno.
Recuérdese que el cómputo preliminar de votos en los comicios de 2019 favoreció al candidato oficialista, Evo Morales, pero con una ventaja mínima sobre el opositor Carlos Mesa, e insuficiente, por tanto, para evitar un balotaje definitorio. Con casi el 84% de las actas escrutadas por el sistema de trasmisión rápida de datos del Tribunal Supremo Electoral, Morales lograba un 45.7% frente al 37.8% de Carlos Mesa. Estos números obligaban a dirimir la presidencia en una elección de segundo turno, la cual probablemente habría inclinado la preferencia ciudadana al expresidente Carlos Mesa, candidato de la agrupación Comunidad Ciudadana (CC), tal como lo anticipaban algunas encuestas.
Sin embargo, las irregularidades detectadas en la instancia final del escrutinio -que los partidos opositores denunciaron como un escandaloso fraude electoral-, precipitaron una crisis política de una intensidad comparable a la que Bolivia vivió en 1978, en los albores de la transición de la dictadura militar a la democracia. Las abrumadoras evidencias de fraude -corroboradas por las misiones de observación internacional del proceso eleccionario, principalmente de la Organización de Estados Americanos (OEA)- y la complicidad del Tribunal Supremo Electoral se transformarían en un golpe letal para la maltrecha y tambaleante presidencia de Evo Morales que debió enfrentar el rechazo y la resistencia movilizada de amplios sectores ciudadanos y cuyo gobierno no pudo doblegar con el uso de la fuerza. Finalmente, presionado por la incesante protesta social, Morales se vio forzado a renunciar al cargo de presidente, para luego abandonar el país con rumbo a México.
Los resultados de la fallida elección confirmaron la postura ciudadana contraria a la reelección de Evo Morales, que ya se había expresado en el Referendo Constitucional de 21 de febrero de 2016 (21F), cuando una mayoría del 51.3% de bolivianos rechazó un proyecto de reforma de la Constitución que pretendía habilitar a Morales para postular a un tercer período presidencial consecutivo2. Indudablemente, un resultado electoral y político que ni Evo Morales ni su partido esperaban y que luego no supieron cómo encajar en sus afanes prorroguistas. Lo cierto es que, desconociendo el veredicto de las urnas, el gobierno de Evo recurrió a una maniobra inconstitucional para conseguir, mediante un fallo del parcializado Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), ser habilitado para postular en las elecciones de octubre de 2019.
Una vez conseguido ese propósito, y conocedor de su mermado apoyo ciudadano y de la improbabilidad de repetir una victoria por mayoría absoluta de votos, tal como ocurriera en los comicios de 2005, 2009 y 2014, todo indica que para 2019 Evo Morales y su entorno político diseñaron una estrategia que les permitiese, al menos, ganar en primera vuelta obteniendo un 10% de diferencia sobre el segundo contendiente mejor colocado. A la vista de lo hechos que marcaron la votación en esos comicios es posible que la alteración de los resultados formara parte de dicha
estrategia. Sus artífices, sin embargo, subestimaron el poder de reacción, y no solo de las fuerzas políticas opositoras -que en rigor no fue mucha-, sino ante todo de un sector de la población indignado por el intento fraudulento de reelección presidencial y decidido a defender la alternancia de gobierno, como un principio básico del juego democrático.
Hay que decir que el movimiento antirreeleccionista ganó mucha fuerza con su rutilante victoria en el referendo del 21F de 2016. El sentimiento cívico se mantendría vivo en los siguientes tres años, animado por el activismo de los colectivos de ciudadanos (las llamadas “plataformas ciudadanas”) y de organizaciones cívicas y regionales, como también por la demanda de unidad de las fuerzas políticas opositoras, de cara a las elecciones de 2019, cosa que finalmente no ocurrió. En cambio, lo que sí sucedió es que muchos de los electores (incluso segmentos que antes habían votado al MAS, y que ahora rechazaban el afán prorroguista de Evo) optaron por respaldar y concentrar el voto “anti-Evo” en la fórmula que se perfilaba como la más “potable” de la oposición democrática: la candidatura del expresidente Carlos Mesa.
3. Polarización política, social y territorial
La indefinición del resultado de 2019, en una elección más cerrada de lo que muchos preveían, confirmó lo que el 21F había puesto de manifiesto: la división de la sociedad boliviana en dos opciones antagónicas; por un lado, la continuidad del régimen autocrático y corporativo, gestionado por el MAS con el liderazgo carismático de Evo Morales; y por otro, el retorno a un sistema de gobierno democrático liberal, con pluralismo político, Estado de derecho y reparto del poder, expresado principalmente en la candidatura de Carlos Mesa.
Detrás de la primera opción se alineaban las fuerzas sociales (campesinos, grupos indígenas, clases urbanas populares y una amplia gama de grupos sindicales) que conformaron el bloque de sustentación del llamado “proceso de cambio” y que, al menos hasta las elecciones de 2014, constituyó una clara mayoría electoral pero que, desde entonces, daba muestras de atonía y resquebrajamiento debido al desgaste natural del ejercicio gubernamental de muchos años ininterrumpidos y también por la acumulación de tensiones y demandas sociales que el fin del tiempo de bonanza económica puso al descubierto.
En el otro frente, y detrás de la reivindicación democrática y de una cierta idea republicana de Nación y de Estado, se alineaban los estratos (sobre todo urbanos, y de clase media) con aspiraciones de modernidad política, económica y cultural, y con un posicionamiento crítico a la gestión autoritaria y centralista del MAS y al que se identificaba cada vez más con corrupción y un sistema de privilegios en favor de funcionarios públicos y de sus aliados, los “movimientos sociales”, erigidos en la columna vertebral de la base política del régimen. Este bloque social receló tempranamente del “evismo” y sus políticas populistas y estatistas; en elecciones precedentes había votado contra el MAS, pero siendo una minoría electoral y relegada a ejercer como oposición casi testimonial e impotente frente al poder avasallador de un movimiento político que, en cada uno de los comicios nacionales, parecía revalidar su condición de mayoría absoluta.
Dicho de otro modo, durante el ciclo político de empoderamiento del MAS, el país se mostró escindido en dos bandos irreductibles y con pocos y frágiles puentes de comunicación y cohesión social. En todo caso, una polarización asimétrica, ya que el balance de fuerzas casi siempre favoreció a Evo Morales y su partido, y tan sólo atenuada por el hecho de que la propuesta electoral del MAS no alcanzó para imponerse en los departamentos de la “media luna” y particularmente en Santa Cruz que se convirtió en el principal campo de resistencia al proyecto hegemónico del MAS.
La política boliviana transcurrió marcada por un conflicto regional entre el occidente, mayormente alineado con el régimen, y el oriente -incluida la sureña Tarija- básicamente desafecto y contradictor. En ese escenario de escisión territorial, la supremacía del MAS encontró fuertes barreras -hasta cierto punto infranqueables- en el voto opositor de las ciudades del oriente del país, pero sin que ello supusiera un serio peligro para la estabilidad del régimen.
Con ese telón de fondo, lo que pareció remover el mapa electoral entre el 21F y los comicios de 2019, fue el movimiento antirreeleccionista y anticontinuista que no dejó de crecer reclamando la democratización del poder político. Al influjo de esta corriente se iría articulando una coalición amplia y diversa de grupos sociales, políticos y regionales que se manifestaron y confluyeron en las calles y en las urnas, dando pruebas de una voluntad de lucha que no se veía desde hace mucho tiempo. Bolivia vivió su propia “primavera democrática”. Y la demostración más clara y entusiasta fue la revuelta ciudadana surgida espontáneamente en las ciudades y en otras localidades en abierto rechazo al fraude electoral y que acabaría forzando la salida de Evo Morales del gobierno3.
4. Una transición política tempestuosa
La polarización no cesó con la caída de Evo Morales, apenas tuvo una breve pausa y se mantuvo resiliente durante el convulsionado proceso transicional. El gobierno provisorio de Jeanine Añez nació frágil y acabó extraviado y desacreditado. Ciertamente, no fue un gobierno representativo de la coalición político-cívica que derrotó en las calles el fraude electoral y que forzó el cambio político.
La concertación política en la Asamblea Legislativa, en los primeros dos meses, con lo que quedó en pie del MAS, sólo alcanzó para detener la violencia y normalizar temporalmente la vida del país. Así y todo, tuvo el mérito de viabilizar las leyes que encauzaron institucionalmente la transición y dieron curso a la convocatoria de nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias.
Las visibles carencias políticas en el amorfo e inorgánico movimiento democrático y la ausencia de líderes fuertes y experimentados se reveló, desde un principio, como el hándicap de un proceso político sumamente intrincado y que lo que más necesitaba era diálogo, negociación, acuerdos y pactos políticos para sostener una transición ordenada y pacífica; más aún en las condiciones críticas
de la pandemia del Covid19 que puso al país “patas arriba” y desnudó las grandes falencias de una estructura estatal pobre, disfuncional e incompetente.
La presidente provisoria, Jeanine Añez, con más voluntad que aptitud de gobernante, no estuvo a la altura de la complejidad de los problemas que estallaron con la crisis sanitaria, social y económica que se hizo incontrolable. Por su propia y errónea decisión, lo que debió ser una presidencia imparcial que garantizara una elección transparente, se convirtió en una presidencia con afán continuista, al lanzarse ella misma al ruedo electoral, lo cual, como era de suponer, devino en un experimento fallido que complicó mucho más la ya tambaleante transición política.
Al final, todo ese clima político entreverado y lleno de incertidumbre acabó por favorecer la rearticulación de un MAS con ansias revanchistas y afianzado con su mayoría de dos tercios en el parlamento como un poder dual y beligerante y desplegando casi siempre una táctica de bloqueo permanente a un Ejecutivo maniatado, cuya estabilidad apenas si pudo resistir la agitación en las calles de organizaciones sociales aliadas o afines al MAS. De este modo, con un gobierno atrapado dentro de una tenaza implacable, con su legitimidad erosionada y con brotes frecuentes de violencia, no sólo que la gobernabilidad del país se puso en entredicho sino incluso la misma transición, que llegó a verse seriamente amenazada.
1 La noción de “autocracia electa” alude a un tipo de régimen cuya legitimidad surge del voto popular, pero que funciona como un sistema absolutista de poder, que avasalla las instituciones y la autonomía de los poderes públicos y en el que las decisiones se caracterizan por la discrecionalidad y la falta de transparencia y control de la ciudadanía. Una descripción más amplia puede verse en mi libro El cielo por asalto. Cinco ensayos breves sobre política boliviana, Plural editores, 2009, Capítulo II.
2 La Constitución de 2009 limita la reelección presidencial a dos periodos consecutivos. Evo Morales cumplió esos dos períodos entre los años 2009 y 2019, aunque en realidad su presidencia data del año 2006. Sin embargo, una curiosa interpretación de la Constitución determinó que a raíz del cambio constitucional votado el año 2009, esos primeros años de su presidencia no debían contabilizarse para la limitación de dos períodos consecutivos. El Referendo Constitucional de 2016 rechazó la posibilidad de eliminar esa restricción constitucional y establecer la prerrogativa de la reelección indefinida.
3 Sobre este movimiento social y su protagonismo en las protestas que paralizaron el país, véase el libro de Robert Brockmann: 21 días de resistencia. La caída de Evo Morales, Libros de Bolivia, 2020.