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La clase obrera y la revolución imposible

Renzo Abruzzese

Sociólogo

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Cualquiera que hubiera vivido las temibles jornadas de protesta que encabezaba “el maestro” Juan Lechín Oquendo, lo menos que sentiría frente a la actual Central Obrera Boliviana sería una profunda nostalgia, y la certera sensación de que aquellos épicos días en que el poder obrero se sentía en las calles pasó definitivamente a la historia. Es del todo evidente que más allá de los aspectos prebendales y de la crisis ideológica de la izquierda en general, y particularmente de la boliviana, el “discurso heroico” de la clase obrera ha pasado a la historia.

Una aproximación al margen de cualquier impulso ideológico, vería con bastante claridad que la crisis de la representación obrera y sus organizaciones (como la COB) han dejado de existir no solamente porque los grandes discursos del siglo XX, como el socialismo y el liberalismo han mutado  hace ya más de dos décadas,  no solo porque los actuales discursos son totalmente diferentes a los que don Juan Lechín profería, sino, porque el propio desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo maduro son, de igual manera, ampliamente diferentes a las que generaban el Poder Obrero en el siglo XX. Solo habría que pensar que las grandes factorías actuales han remplazado proporciones importantes de mano de obra humana por fuerza de trabajo robotizada, y los robots no redactan pliegos petitorios ni declaran huelgas de brazos caídos.  Si la clase obrera ha dejado de ser el interlocutor privilegiado de la historia nacional (como fue sin duda en la última mitad del siglo XX) es porque sus propios actores han dejado de ser lo que eran, o lo que es lo mismo, los obreros de ahora tienen muy poco parecido con los de las últimas décadas del siglo pasado, de hecho, ningún obrero actual estaría dispuesto a sacrificar la vida por alguna consigna partidaria, tampoco lo harían imaginando una quimera socialista que, además, fracasó ostentosamente frente a sus propios ojos.

Quizá pensar en aquello de Lyotard en torno al fin de los grandes discursos de la modernidad sea ahora más útil frente a los principios de la Dialéctica Hegeliana. Parece ser que las grandes contradicciones que permitían una aplicación adecuada de las leyes de la dialéctica ya no son capaces de producir síntesis de mayor calidad, ya no logran explicar del todo el curso de la historia social, política e ideológica de la sociedad del conocimiento y la tecnología. Esto que se presenta como una literalidad, plantea, sin embargo, el serio desafío de establecer si ahora, (en una sociedad que, como decía Baudrillard, ha mutado la Revolución por la Seducción (de los dispositivos, de los discursos, de los imaginarios, de las mercancías, de las prótesis sociales, de la moda, del glamur, etc. etc. etc.)  una Central Obrera tendría algún propósito evidente a más de ser una remembranza presupuestada y memorable. Seguramente a todos mis lectores le vendrá de inmediato a la memoria el 21060, en verdad, a estas alturas y haciendo un cuidadoso repaso de la acción de la clase obrera en los últimos 30 años, ya no parece evidente que el famoso Decreto Supremo neoliberal hubiera sido la causa del declive de la clase obrera, o si, al contrario, haya sido la consecuencia de un quiebre histórico gestado en el seno mismo de la Revolución Nacional.

Estoy seguro que los obreristas, o aquellos marxistas ortodoxos e inflexibles que aún no pudieron desprenderse de las utopías socialistas y las quimeras de la izquierda latinoamericana que tanto amamos no hace mucho,  tacharán mis palabras como el típico argumento de una derecha burguesa o clasemediera, nada más falso, me declaro abiertamente un militante de la izquierda moderna y en virtud de eso reconozco que las voces que verdaderamente retumban en el horizonte de la historia, ya no están en las fábricas, ahora habitan los hogares de la gente común y se alimentan, política, económica e ideológicamente (si el término ideología todavía expresa algo) de lo cotidiano, de ahí que su militancia ya no encaja en el “aparato político” sino en la sociedad civil y sus propias organizaciones de base; plataformas, grupos de presión, asociaciones, clubs de todo tipo etc.

Todo esto parece tan evidente que después del 2019 ninguna convocatoria político-partidaria ha tenido éxito, pese a que la necesidad de organizarse y la urgencia de contar con un proyecto social y político nuevo son más que evidentes, sin mencionar la absoluta urgencia de contar con liderazgos capaces de catalizar la protesta ciudadana, empero, todos los intentos nacieron viciados de antigüedad por la simple razón de que se los piensa en el espacio propio de lo que las luchas políticas hacían en el siglo XX, siglo en que, la clase obrera y las precarias burguesías locales eran los factores definitorios de cualquier coyuntura verdaderamente histórica.

Se suma a todo esto la certeza de que el discurso de la “izquierda culta” ya no parece creíble, y aunque sus argumentos resulten irrefutables ante la presencia inobjetable de la pobreza, la discriminación y la exclusión de todo tipo; aun así, no parece del todo verdadero. La gravedad radica en que la historia ha perdido, con la izquierda clásica y el discurso marxista y la hegemonía filosófica del materialismo histórico gran parte de lo que la hacía creíble y en consecuencia ya casi nada en el mundo político merece nuestra atención. El fin de la izquierda nos ha dejado una herencia perniciosa: un océano de incredulidad y desasosiego en el que la nueva clase política no encuentra asideros prometedores, el resultado es la generación de liderazgos débiles, endebles, sin una visión que exceda la acción inmediata, casi cotidiana a expensas de una visión histórica más amplia y de mayor alcance. Al final del día todo apunta a que la política también ha hecho crisis, y dado que desde los griegos “el hombre es un animal político” sentimos que de alguna manera hemos sido despojados de una parte fundamental de nuestra existencia, esa vocación política que otrora nos daba impulso y nos transformaba en “militantes disciplinados”, una cualidad que el siglo XXI ha eliminado de gajo.

El vacío dejado por la clase obrera y sus correlatos discursivos fue rápidamente cubierto por los sectores “indígena-originarios”. Se supuso entonces que, así como los obreros habían esgrimido su derecho a liberar el mundo del yugo de la explotación capitalista en tanto ellos eran los artífices del valor inherente a todas las mercancías dispuestas al servicio de la humanidad, ahora, los indígenas blandían su derecho a definir el curso de la historia en tanto solo ellos encarnaban la reserva moral de la humanidad. “Les invito a ustedes a que se sientan orgullosos de nuestros pueblos indígenas, que son la reserva moral de la humanidad”, decía Evo Morales cuando asumía el Poder el 22 de enero del 2006, de esta forma un tanto curiosa, la lucha de clases cedió amablemente el paso a las consideraciones morales, de manera que las grandes batallas no eran concebidas como los actos heroicos de la clase obrera, sino, los valores morales que la lucha anticolonial había protegido de la vorágine del capital y conservado en lo más profundo de la cosmovisión indígena. El espantoso mundo de la explotación del hombre por el hombre se difuminó y en su lugar emergió el horizonte de las razas y de las etnias de las que los obreros solo eran un referente simbólico. De la lucha de clases pasamos a la “lucha de razas”, una vieja expresión que estuvo presente en la historia nacional y llenaba de espanto a las oligarquías mineras del siglo pasado.

Bajo la hegemonía étnica el Estado se tiñó de valores ancestrales, todo debía tener el sufijo “pluri” y aquello que no aceptaba este artificio del lenguaje era proscrito de la legitimidad estatal, de manera que muchas cosas dejaron de pertenecer al mundo oficial, lo que no podía acompañarse de lo “pluri” pasaba a una categoría epistemológica secundaria, pues es sabido que para los epistemólogos lo que no se puede “nombrar” no tiene existencia real, y como no era admisible una “pluriclase obrera” tampoco era admisible una hegemonía obrera. Por esta vía el otrora poderoso movimiento proletario terminó vergonzosamente asimilado al mundo de su archienemigo pequeñoburgués; el campesinado. La historia que lo acompaña de ahí en adelante es ya mera prebenda y corrupción.

Ciertamente la historia del proletariado boliviano no solo es épica (algo que acompañó las luchas de todos los obreros del mundo) sino, además, trágica. Todo le salió mal. Desde principios del siglo pasado su capacidad operativa era incuestionable, empero, su absoluta sumisión a los designios del Kremlin soviético y su miopía histórica logaron que el nacionalismo pequeño burgués les ganara de mano e hiciera su propia revolución en 1952. Siguieron en la lucha y cuando estaban a metros del Poder, la verborrea principista los enfrentó de tal manera que la Asamblea Popular de Torres se derrumbó como un castillo de naipes ante el poder de las bayonetas bajo las órdenes del General Banzer. Entre flujos y reflujos, al final del día, para cuándo Morales se hizo del Poder el 2005 solo eran la sombra de aquella clase que sacudía las entrañas de la nación en tiempos de Lechín Oquendo.

Ahora que el experimento plurinacional bajo la vanguardia campesino-originaria ha fracasado y en su debacle se llevó por delante los ideales de la clase obrera. Ahora que los robots sustituyen a los obreros y los pliegos petitorios vienen siendo sustituidos por manuales de funcionamiento, la inteligencia artificial y las neurociencias, el único reservorio de los principios activos de la historia venidera habita los espacios ciudadanos y el escenario de la cotidianidad, y en consecuencia, la única revolución posible es la Revolución Ciudadana.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Renzo Abruzzese

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