OpiniónPolítica

«Mi corrupción versus la tuya»

Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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En Bolivia, la corrupción debe entenderse como una realidad tanto del sistema político como social, pues, como notaría el filósofo Georg Hegel hace alrededor de 200 años, el comportamiento habitual de los ciudadanos moldea las instituciones del Estado, mientras que estas, a su vez, influencian el comportamiento de los mismos. En otras palabras, las instituciones del Estado y la realidad social están en una constante tensión, en la que ambas esferas se construyen a sí mismas, en gran medida, en relación a la otra. Visto desde ese ángulo, la corrupción –como institución informal del Estado, según el politólogo Hans-Joachim Lauth– así como condiciona la vida de los ciudadanos, también constituye una consecuencia del comportamiento de los mismos.

Un ciudadano, que paga una coima, es igual de corrupto que un funcionario público que la recibe. Apuntar a este último como motivo de decadencia de la sociedad y política bolivianas es una salida demasiado simple de aquel ciudadano que cae en esta forma de corrupción, así como una visión reduccionista desde una perspectiva científica. La corrupción es un círculo vicioso que se alimenta de la tensión Estado-sociedad mencionada anteriormente y, como todo círculo vicioso, alguien debe romperlo en algún momento. Como está institucionalizado, romperlo implica daños tanto directos como colaterales para quien lo haga; por eso pocas personas se atreven a hacerlo.

Para obtener cambios estructurales o, mejor dicho, conseguir vivir exitosamente en sociedad, el filósofo John Stuart Mill plantearía la necesidad de que todo individuo tenga acceso a una educación, en la que, además de conocimiento práctico, se debata sobre cuestiones éticas que contribuyan a su desarrollo moral. Porque, para J.S. Mill, ser ciudadano si bien supone formalmente la tenencia de derechos políticos, en lo social implica aprender a convivir con los demás sobre una base moral. En ese marco, la sociedad boliviana estaría fallando en el desarrollo moral de sus individuos, puesto que, en vez de transmitir valores éticos –en aspectos como la corrupción– instruye apenas métodos de supervivencia en el sistema. En otras palabras: no podemos esperar cambios sociales y políticos estructurales si no empezamos desde la casa.

Ya en el plano político, la ciencia ha demostrado que, aun con una educación basada en valores éticos, la corrupción no puede ser eliminada del todo. Si los incentivos para corromperse son demasiado grandes, siempre habrá individuos que caerán en la tentación, aunque ya no será la gran mayoría, puesto que incentivos de tal naturaleza aparecen, principalmente, en las esferas más altas del poder. No obstante, este umbral de la tentación se amplía hacia abajo según el nivel de salarios que recibe un funcionario público: mientras menores los salarios, mayor la probabilidad de caer en la tentación. Por lo tanto, la educación disminuye considerablemente la corrupción en transacciones insustanciales tanto para quien da como para quien recibe; sin embargo, cuando se trata de millones en juego, normalmente entre grandes corporaciones y funcionarios públicos de alto rango, la educación por sí sola no basta. De ahí que la ciencia política identifique a los mecanismos de control y transparencia como otro de los pilares fundamentales para eliminar la corrupción. En un sistema burocrático y poco digitalizado como el boliviano, los mecanismos de control y transparencia no reciben el uso que deberían por parte de las entidades fiscalizadoras correspondientes o la sociedad civil. Ante esta realidad, los funcionarios públicos tienen un incentivo de primera mano para corromperse.

Por último y no menos importante, hace falta desmitificar la falsa idea de que la corrupción guarda relación con la ideología política. En la mismísima historia de Bolivia, los denominados nacionalistas revolucionarios, neoliberales y socialistas siempre han tenido una cosa en común: la corrupción. Los estatismos nacionalistas y socialistas, en datos empíricos, se caracterizan por un rápido crecimiento del Estado, aumentando así el volumen de oportunidades de corrupción, además del uso arbitrario del monopolio de violencia del Estado para alcanzar objetivos políticos. Frente a esta situación, el ciudadano común es incentivado a incurrir en corrupción, en algunos casos, hasta para sobrevivir. Incluso la idea neoliberal de que, mientras más pequeño el Estado, menores los índices de corrupción, ha sido refutado por la ciencia política. Es que, a pesar de que existan menos espacios para este delito, a raíz de una disminución de actividades propiamente estatales o regulaciones al sector privado, esto no implica necesariamente que no habrá corrupción en aquellos espacios que queden. Es decir, su magnitud global podrá verse reducida, aunque no la proporción dentro del tamaño de Estado del que se hable. De hecho, se da el interesante fenómeno de la «elitización» de la corrupción, puesto que son esencialmente los funcionarios de rango medio y bajo quienes ven disminuidas sus oportunidades de corromperse bajo este modelo de administración. Si tomamos en cuenta, además, que las recaudaciones tributarias en un Estado liberal deberían, teóricamente, ser menores que, por ejemplo, en un Estado de bienestar, podríamos concluir que –al menos conceptualmente– la diferencia en el desvío de dinero por corrupción debería ser insignificante si nos atenemos, por supuesto, a casos de tipología ideal. Aunque este fenómeno pueda variar en la realidad empírica, según la hibridación de modelos de los distintos Estados, esta argumentación teórica define la diferencia entre el liberalismo y otras corrientes más estatistas respecto a la corrupción en el modelo administrativo y no así, necesariamente, en términos cualitativos.

En el marco de esta constante llamada corrupción, nos han acostumbrado a los bolivianos a ver disputas entre la degradación moral de los unos versus la de los otros. Se intenta convertir un problema de índole partidaria, a través de artimañas discursivas, en uno ideológico. Hoy se observa entre los conservadores de CREEMOS y los socialistas del MAS; tal como pasó antes entre otras corrientes político-ideológicas que gobernaron el país en sus diferentes esferas administrativas. Lo que debe quedar claro es que, en el plano moral, aquel político, que recibe un soborno insustancial, no es más rescatable que aquel que recibe uno millonario. Corrupto se es en términos estrictamente cualitativos; lo cuantitativo solamente define el nivel de miseria o codicia del individuo. Sin embargo, es inadmisible que, ante la falta de independencia judicial, la fiscalía actúe con celeridad frente a la corrupción de los unos y mire para otro lado frente a la corrupción de los otros. Empero, eso no convierte al asunto en un problema ideológico, sino es simplemente una cuestión de favorecimiento personal con motivos político-partidarios o, si se quiere, de poder. No obstante, una amplia reforma judicial, que garantice que ningún caso de corrupción –venga del gobierno central o de los gobiernos autónomos– quede impune, constituye una urgencia y un importante estímulo para disminuir los desenfrenados y constantes niveles de corrupción.

Con todo lo expuesto hasta aquí, se puede identificar que, para la ciencia política, la corrupción es una condición y cualidad del individuo. Un ser humano falto de educación moral, con grandes incentivos económicos y ausencia de control y castigo, se convierte, en gran parte de los casos, en un ciudadano corrupto independientemente de las ideas políticas que defienda. Nos queda, entonces, trabajar en la mitigación de aquellos problemas sociales que contribuyen a que los individuos de la sociedad boliviana adquieran esta nefasta cualidad. Asimismo, empeñarse en el famoso modelo de «mi corrupción versus la tuya», así como en argumentos con tinte político-ideológico, no servirá de nada para salir de este pozo moral en que nos encontramos.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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