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Según los entendidos en la educación terciaria o universitaria, una de las tareas de las universidades es la clasificación, que en inglés se llama “sorting”.
Parafraseando una investigación sobre este tema, “sorting” es un proceso de clasificación hace que los estudiantes con determinadas características (por decir, inteligencia o afición por una rama de las ciencias) puedan encontrar universidades con ciertas peculiaridades (como ser calidad o una orientación determinada); y viceversa.
Es un proceso donde se trata de emparejar las preferencias de los estudiantes con las correspondientes de las universidades. Esto implicará que se seleccionan algunos estudiantes y otros se excluyen, mientras que algunas universidades son populares y otras no.
No sólo implica la admisión, sino que a lo largo de la carrera universitaria se dará esta clasificación, incluso en postgrado.
Según nuestro compatriota Miguel Urquiola, profesor de la Universidad de Columbia y autor del libro “Mercados, mentes y moneda” [en realidad dinero, pero lo uso para preservar la rima], una de las claves del éxito de las universidades estadounidenses radica en el buen “sorting” que implica competencia para captar a los mejores y, a la vez, ser las mejores.
En nuestro país este proceso no es la regla, sino tal vez la excepción y muy circunstancial. No existe, por ejemplo, una prueba estandarizada de ingreso a la universidad que permita conocer: a) qué tan bien está preparado el estudiante; b) qué tan bueno en términos académicos es el colegio de donde procede; c) cuál es el nivel de exigencia (y, por ende, de calidad) de las universidades.
Ya una vez admitidos en la universidad, el “sorting” no se realiza porque existen incentivos para que los estudiantes aprueben sin cumplir los méritos, como: i) el cogobierno en el caso de las universidades públicas que limita la labor docente; ii) la incorrecta percepción de que el universitario es un “cliente” que debe ser aprobado, en lugar de ser certificado en las universidades privadas; y, iii) la errónea apreciación de que los docentes que reprueban masivamente son malos profesores.
Por tanto, tenemos estudiantes que no están preparados para una carrera o una universidad pero que son admitidos a la educación terciaria; y universitarios que definitivamente no deben ser promovidos que son aprobados.
Aclaro que esto no implica que la responsabilidad es sólo del estudiante. Mi experiencia me indica que los docentes también somos parte del problema dado que: 1) no enseñamos lo que se debiera transmitir; 2) usamos malas herramientas de evaluación; y, 3) perdemos de vista que el objetivo final es la “certificación” ante la sociedad que un estudiante tiene competencias.
Por tanto, este problema tiene una naturaleza estructural y sistémica. Preferimos no ver la realidad objetiva de la situación de nuestra educación en sus diversos niveles. Sabiendo que tenemos estudiantes escasamente preparados, no hemos creado los mecanismos idóneos de superación de las barreras de aprendizaje.
Una Bolivia con oportunidades parte de reconocer la realidad de la educación y mejorarla. La mala calidad de las instituciones nacionales, en especial en la administración pública en sus distintos niveles, es un efecto de los resultados desastrosos de la educación, que se quedó rezagada no años, sino décadas en modelos educativos caducos e inútiles para un mercado laboral dinámico como el actual.
Ese afán de autocomplacencia docente-estudiantil hace que nuestros universitarios asuman que están saliendo bien preparados cuando no lo están.
Haciendo una analogía a un programa televisivo de actualidad, pensamos que preparamos chefs con maestría, cuando apenas estamos capacitando a ayudantes de cocina.
Para evitar que los estudiantes sufran en el mercado laboral, es mejor darles una retroalimentación sana y respetuosa.
Es mejor que se aplacen en el proceso de aprendizaje y que vuelvan a intentarlo a que lo hagan en la vida real con altos costos personales y sociales.