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Se ha hecho normal que el régimen actual tanto como el de Evo Morales apelen a “los movimientos sociales” para respaldar las acciones gubernamentales y dotar al Estado de un contenido “popular”. Episodios como la Guerra del Gas en La Paz, la Guerra del Agua en Cochabamba, las protestas de los rentistas y otros hacen parte de lo que se considera “movimientos sociales”. Estos movimientos, junto a las caracterizaciones y definiciones que los acompañan, se inscriben en un arsenal ideológico que ha pasado a la historia prácticamente en todo el mundo.
Hasta hace un par de décadas, las movilizaciones y la protesta social tenían un referente claro, las demandas sociales, económicas, políticas y culturales de los sectores más necesitados que se adscribían a lo que los especialistas denominaban “el campo popular”. Estas demandas y las expectativas de estos sectores eran indudablemente legítimas, y se circunscribían a todo aquello de lo que dependía en gran medida su vida cotidiana. Cuando estos ciudadanos necesitaban expresar su malestar, sus derechos y hacer explícitas sus demandas, se movían bajo las condiciones de una sociedad de economía primaria-exportadora cuya participación en el mercado mundial apenas alcanzaba un 0,05% del total global, se trataba de una sociedad de un nivel de desarrollo muy bajo.
Las cosas cambiaron progresivamente como respuesta al avance de un proceso de globalización planetaria. El desarrollo aceleradísimo del capitalismo global, el crecimiento abismal del conocimiento científico y tecnológico (en las 2 últimas décadas del siglo XX se produjo más conocimiento que en los últimos 200.000 años de existencia humana), el enorme desarrollo de los medios de comunicación y particularmente el internet y sus múltiples capacidades de interconectividad, la realidad virtual y la inteligencia artificial, la robotización productiva y el trabajo remoto, lograron que el tamaño del mundo se redujera drásticamente, pues casi todo estaba al alcance de los humanos en fracción de segundos.
En paralelo, Bolivia iniciaba lo que la economía internacional ha llamado “la era de oro”, (la primera década del siglo XXI) en que los flujos de capital que ingresaron a Bolivia alcanzaron cifras nunca conocidas antes en toda la historia nacional. Su efecto sobre la estructura social fue igualmente inmenso: se consolidó una clase media cada vez más numerosa, las clases dominantes desarrollaron un ritmo de crecimiento sostenido y poderoso, el proletariado fue “derechizándose” (pues el capital solucionaba lo que ellos habían demandado desde el siglo XIX lo que hacía de la revolución una quimera propia de los abuelos). Las categorías de izquierda y derecha perdieron especificidad y finalmente quedaron obsoletas. Todos entraron a formar parte de una “sociedad civil” en la que se desarrollaron conjuntos de hombres y mujeres a los que unía un objetivo concreto, que, además, les daba una identidad particular (la identidad de las “pititas” por ejemplo, se define por su naturaleza y vocación democrática). Los ciudadanos que salían a demandar mejores pensiones, los miembros de los movimientos LGBT, las amas de casa que protestaban por el alza de precios de la carne, los médicos que demandaban aumento de salarios, las trabajadoras del hogar que demandaban seguridad social, las meretrices que exigían un seguro de salud público, los gremiales que pedían incremento salarial, etc., transformaron la naturaleza de la protesta, cada uno demandaba algo que los identificaba por igual a todos. Los especialistas acuñaron para este nuevo fenómeno un término diferente al utilizado en el último siglo: nuevos movimientos sociales.
Cuando el Gobierno y los ideólogos del MAS hablan de movimientos sociales, hacen referencia a organizaciones corporativas financiadas y bajo la tutela política del MAS. Los viejos movimientos sociales en los que se inspiran eran ideológicos, políticos y partidistas, los nuevos son ciudadanos y democráticos. Los grandes movimientos de la última década los ejecutaron ciudadanos de a pie sin ningún otro vínculo que no sea un objetivo común sin consideración de su militancia, color de piel, estrato socioeconómico, preferencia de género, religión o lo que fuese. En las calles y las rotondas (el 2019 y el 2021 por ejemplo) nadie preguntaba a su compañero de bloqueo si era mestizo o aimara, católico o protestante, rico o pobre, estaban todos los que creían que el fraude era atentar contra sus derechos independientemente de que esta demanda fuese de derecha o de izquierda, era en todo caso, una demanda ciudadana. Hoy la fuerza de la protesta nace de cosas más cercanas al individuo, más “particulares”, entre otras cosas, porque vivimos el fin de las ideologías y el triunfo de las ciudadanías.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo