Democracia en Uruguay: la máquina de aprender
Las democracias, en tanto órdenes sociales, evolucionan cognitivamente. Deben aprender a aprender, es decir, a corregir sobre la marcha, sin impaciencia ni mesianismos, sus prácticas e instituciones.
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Por Adolfo Garcé1
Suele decirse que América Latina es el continente de la desigualdad. Es cierto. Pero, además, es el continente de las dictaduras. El autoritarismo, de todos modos, no es el único rasgo saliente de la política regional. La región también padece inestabilidad política endémica. En ese contexto, el caso uruguayo ofrece un desempeño diferente y sensiblemente más estimulante. En las mediciones internacionales, Uruguay aparece sistemáticamente como una de las tres mejores democracias de América Latina y el Caribe (generalmente junto a Costa Rica y Chile). A pesar de haber sufrido dictaduras y violencia política, es también un régimen estable. Uruguay es un outlier.
El proceso en Uruguay
A principios del siglo XX, Uruguay contaba con condiciones estructurales moderadamente favorables para el establecimiento y consolidación de la democracia. Los expertos en economía política admiten que existe una correlación notable entre desarrollo y democracia. Hacia 1900 no era un país pobre. A pesar de ser algo inferior al de Argentina, el PIB per cápita de Uruguay era similar al de Bélgica o Dinamarca. Los estudiosos del tema aceptan que la desigualdad conspira contra la democratización. Uruguay, a comienzos de siglo, ya era menos desigual que Chile. En tercer lugar, los expertos admiten que la homogeneidad de la población favorece la democratización. Uruguay también cumplía con esta condición.
A pesar de estos datos iniciales favorables, la instauración de la democracia fue un proceso difícil, precedido por guerras civiles. Uruguay logró construir una democracia estable y comparativamente de alta calidad porque, desde el siglo XIX, el sistema político ha hecho un esfuerzo sistemático por aprender. No hay una sola generación, desde la instauración de la república en 1830, que no haya buscado descubrir defectos o patologías. Desde este punto de vista, y sin perjuicio de haber cometido exageraciones y errores de interpretación en diferentes momentos, el papel de intelectuales y expertos ha sido significativo.
Cinco enseñanzas
La democracia uruguaya aprendió tempranamente a resolver problemas políticos delicados. El primer gran aprendizaje fue el de la distribución del poder entre mayoría y minoría. La democracia uruguaya empezó a nacer cuando el Partido Colorado y el Partido Nacional, entre fines del siglo XIX y principios del XX, acordaron formas pacíficas de distribución del poder dejando atrás décadas de guerras civiles.
El segundo aprendizaje fue el cómo equilibrar gobernabilidad y eficiencia. A lo largo de su historia política Uruguay ha ido experimentando, en sucesivas reformas constitucionales, diferentes formas de organizar el Poder Ejecutivo. En algunos momentos privilegió la dispersión del poder (como en 1919 y 1952). En otros momentos, para evitar la ingobernabilidad, fortaleció el poder del presidente (como en 1934, 1942, 1967 y 1997). Al cabo de décadas de experimentación, encontró fórmulas institucionales que le permiten ponerse a resguardo tanto del riesgo de la anarquía como el de la tiranía, para usar la conocida expresión de Simón Bolívar.
El tercer gran aprendizaje fue la construcción de partidos políticos estables. No hay manera de construir democracias plenas sin partidos políticos institucionalizados o, para usar una expresión mucho más sugerente, vibrantes. Los partidos lograron perdurar, además, porque la elite generó una legislación electoral ingeniosa que les permitió combinar la existencia de liderazgos en pugna dentro de cada uno de ellos con la imprescindible coordinación electoral entre las distintas fracciones. La competencia, intra e interpartidaria, finalmente, ha sido un poderoso incentivo para la adaptación a los cambios del entorno.
El cuarto aprendizaje fue el de cómo combinar liderazgo político con asesoramiento técnico. Suele decirse, con razón, que el populismo representa un gran riesgo para las democracias contemporáneas. Lo es, por cierto. Pero suele olvidarse con demasiada frecuencia el peligro opuesto: el de los gobiernos tecnocráticos. Las mejores democracias son las que logran equilibrar sensibilidad y responsabilidad, el corto y el largo plazo, lo urgente con lo importante, el clamor ciudadano con las advertencias de los especialistas. La política uruguaya logró un buen balance entre política y técnica recién una vez que se restauró la democracia, en 1985. El liderazgo político, como siempre, es el que sostiene el timón. Pero ha aprendido a tender puentes hacia otros actores y a incorporar otros saberes.
El quinto aprendizaje es la combinación entre democracia representativa y democracia directa. La representación funciona. Como fue dicho, la vigencia de los partidos políticos es, en este sentido, crucial. Pero la ciudadanía tiene la posibilidad de recurrir a la democracia directa, ya sea para iniciar procesos legislativos o reformas constitucionales, o para someter a referéndum leyes o artículos de leyes aprobadas por el Parlamento. La utilización de mecanismos de democracia directa ayuda a canalizar el descontento que puede —y suele— existir respecto a decisiones de gobierno, políticas públicas o situaciones específicas. La democracia directa complementa la democracia representativa. En última instancia, contribuye a reforzar la legitimidad de la democracia. La ciudadanía siente que realmente decide.
Democracia que cambia
Desde luego, la democracia uruguaya está lejos de ser perfecta. No resulta difícil hacer una lista extensa de desafíos pendientes. Entre otros temas, Uruguay está precisando generar normas más exigentes para regular el financiamiento de las campañas electorales, rediseñar el segundo y el tercer nivel de gobierno para aumentar trasparencia y participación, encontrar formas concretas que hagan posible el incremento de la presencia femenina en cargos políticos, facilitar el voto de los ciudadanos que viven en el exterior y modernizar el sistema de asesorías parlamentarias. Una democracia solamente puede ser estable en la medida en que se atreva a cambiar.
Estabilidad y cambio no son opuestos sino principios complementarios. La democracia uruguaya seguirá destacándose por su estabilidad si logra seguir mirándose en el espejo críticamente, si se atreve a seguir evolucionando, si insiste en revisar el conocimiento de fondo que informa sus prácticas e instituciones políticas. En última instancia, no hay éxito democrático sin un profundo y sistemático esfuerzo reflexivo que haga posibles nuevos aprendizajes.
Si hubiera que resumir en una frase qué es lo que el estudio del caso uruguayo puede aportar a otros países de la región habría que decir, simplemente, que hay que aprender a aprender. Las democracias, en tanto órdenes sociales, para usar la expresión de Emanuel Adler, evolucionan cognitivamente. Deben aprender a aprender, es decir, a corregir sobre la marcha, sin impaciencia ni mesianismos, sus prácticas e instituciones.
Uruguay: La máquina de aprender
La Máquina de Aprender es el nombre de un proyecto de fortalecimiento democrático en Uruguay y en la región, en el marco del Programa KAS Partidos. Tiene como principal objetivo instalar un ámbito político-académico de discusión, diagnóstico y propuesta que permita generar insumos de alta calidad y alto impacto en la opinión pública para mejorar prácticas e instituciones de la democracia uruguaya.
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1Doctor en Ciencia Política. Docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay