Opinión

Estado y Orden Espontáneo

Algunas reflexiones breves

Diego A. Villarroel

Abogado, investigador y profesor de derecho

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“(…) el Estado es la organización de la sociedad que intenta obtener y conservar el monopolio del uso de la fuerza y de la violencia en un ámbito territorial determinado (…)”.

– Murray Rothbard1

“La tentación de considerarlo todo como resultado intencionado de la acción humana es una de las principales fuentes de error. La idea de que no todo orden que resulta de la interacción de las acciones humanas es resultado de un proyecto explícito es, en efecto, el comienzo de la teoría social. Ciertamente las connotaciones antropomórficas del término ´orden’ se prestan a ocultar la verdad fundamental de que todos los esfuerzos deliberados para crear un orden social a través de un ordenamiento o una organización tienen lugar dentro de un orden espontaneo más extenso que no es resultado de este proyecto explícito”.

– F.A. Hayek2

El Estado es aquella organización, compuesta por personas de carne y hueso, que ostenta el monopolio del uso de la violencia. Esto implica que únicamente los órganos y personeros del Estado pueden, “legítimamente”, agredir institucionalmente a la población, dentro de un territorio determinado. Desde la perspectiva liberal el uso de la violencia por parte del Estado solo podría ejecutarse para la protección de los derechos fundamentales de los individuos. Esto es, únicamente podría considerarse que el Estado ha ejercido la violencia de forma legítima si su propósito ha sido proteger la vida, la libertad o la propiedad de su población frente a la coacción arbitraria por parte de terceros. En caso de que el Estado haga ejercicio de este monopolio por una razón distinta a la mencionada, por definición, debería considerarse como un ejercicio ilegítimo de la violencia.

Para limitar los poderes coactivos del Estado, particularmente durante los últimos dos siglos y medio, se ha desarrollado toda una construcción teórica de aspectos en los que el Estado no debería intervenir, o en caso de intervenir, debería hacerlo de la forma más limitada posible. 

Un logro, alcanzado especialmente en occidente, ha sido separar al Estado de la religión y la cultura. Estas dos instituciones sociales forman parte del quehacer individual y la interacción voluntaria, y no existe ninguna razón legítima para que el Estado obligue a los individuos a mantener ciertas creencias divinas o a seguir ciertas costumbres, por mucho de que la mayoría de sus vecinos así lo hagan. Por tanto, independientemente de que la mayoría de una población tenga ciertas creencias religiosas o tengan ciertos usos culturales más o menos homogéneos, aquello no obliga a los demás individuos a seguir a aquel camino, y mucho menos al Estado a forzar su creencia o cumplimiento. Así, religión y cultura constituyen órdenes espontáneos en los que el Estado mal podría pretender intervenir dado que estos se desarrollan y mantienen exclusivamente bajo el comportamiento individual y la cooperación social, libre y voluntaria.

En especial durante el siglo XIX, con ciertos matices y algunos países con mayor énfasis (i.e., Estados Unidos y el Reino Unido), se comprendió que tampoco tenía sentido que el Estado gestione centralizadamente el mercado y el orden económico. Al igual que sucede con la cultura, el mercado es un proceso que se desarrolla como un orden espontáneo, de forma impersonalizada, y que, por sus características, no puede ser gestionado por el Estado de forma adecuada y productiva. A inicios del siglo XX, por ciertas creencias que consideramos equivocadas, se llegó a la conclusión de que este mercado, propio del capitalismo liberal, debía ser controlado y contar con la intervención activa del Estado. Y hasta el sol de hoy existe toda una discusión teórica y práctica sobre qué tanto y en qué medida el Estado debería intervenir el orden económico. Si ponemos la mirada en los resultados y aquello que es moralmente correcto desde la perspectiva liberal, es claro y evidente que la menor intervención posible por parte del Estado en este ámbito es el camino adecuado. Al menos es más o menos aceptada la creencia de que el mercado absoluta y centralmente controlado por el Estado es un total despropósito y, además de profundamente inmoral, técnicamente inviable.

Como podrá observarse, la teoría liberal nos ha permitido separar ciertos órdenes espontáneos del control del Estado. Y es que, dado el carácter complejo, dinámico e impersonal de los órdenes espontáneos, se hace inviable que estos puedan ser tratados como órdenes deliberados, sujetos al deseo, diseño y designio de un controlador. Hoy en día constituye una obviedad para el mundo occidental afirmar que Estado y religión no deben ir de la mano. El desafío de aquí en más es darnos cuenta de que existen otros órdenes espontáneos, actualmente intervenidos por parte del Estado, que no deberían ser objeto del control centralizado. A título de ejemplo mencionaremos dos: el dinero y el derecho.

Se entiende, hoy en día, que el dinero es aquella moneda de curso legal que el Estado acepta, y ordena que así sea reconocida, como medio de intercambio válido para todas las transacciones. Esta perspectiva es normativista y trata al dinero como un orden deliberado. Sin embargo, el dinero nació como un orden espontáneo: En ciertas etapas de la historia, para superar la ineficiencia del trueque, las personas fueron aceptando ciertas mercancías como medios de intercambio indirectos válidos.3 La función del dinero es, como dice Mises, “facilitar el funcionamiento del mercado actuando como medio común de cambios”.4 En consecuencia, constituye un despropósito pretender que el Estado tenga la capacidad de definir centralizadamente el volumen y distribución adecuada y eficiente de una mercancía tan importante como el dinero, la cual nació y se desarrollo no por designio de un diseñador, sino como resultado de un orden espontáneo. Si el monopolio es generalmente considerado como un mal para el orden social, también así debería ser considerado el monopolio monetario por parte del Estado. Así, como advertiría Hayek hace más de cuarenta años, quizás el camino adecuado sea la desnacionalización del dinero.5

En cuanto al derecho este es hoy en día entendido como aquella norma jurídica, emitida válidamente por parte de un órgano competente, respetando las formas y contenidos de otra norma jerárquicamente superior. Se asocia al derecho con un orden deliberado que depende de la voluntad del Estado (e.g., los políticos). Sin embargo, a lo largo de la historia el derecho tiene otro origen. Es, en realidad, un proceso de descubrimiento que se va dando mediante los intercambios voluntarios y la resolución de controversias. En estos ámbitos las personas van creando reglas que permitan el ejercicio de la libertad, la propiedad y la solución pacífica de los conflictos interpersonales. Es como recuerda Hayek: “Históricamente, la libertad individual surgió solo en los países en que el derecho no se concebía como voluntad arbitraria de alguien sino como fruto de los esfuerzos realizados por jueces o jurisconsultos para articular, como normas generales, los principios que encargan el sentido de la justicia”.6 El derecho romano de los pretores y jurisconsultos (anteriores al Corpus Iuri Civile de Justiniano), el common law de los jueces americanos y británicos, la lex mercatoria de los comerciantes y árbitros del mediterráneo, son ejemplos notables de que el derecho es un proceso de descubrimiento espontáneo, que surge de la cooperación social, los acuerdos voluntarios y la resolución de las disputas. En consecuencia, la producción normativa no debería estar centralizada en lo que unos cuantos individuos consideran oportuno, solo porque sus compañeros del partido así lo decidieron. El derecho debe volver a las manos de los individuos y situarse donde le corresponde, por encima y con el fin de limitar el poder del Estado.

Podríamos aceptar, dada la realidad política contemporáneo, que el Estado participe en la prestación de ciertos servicios (i.e., seguridad, emisión monetaria y producción normativa). No obstante, lo que jamás deberíamos aceptar es que en aquellos sectores en donde se permite una cierta participación del Estado que esta se lleve a cabo de forma monopólica. En todo momento y lugar se debe permitir a los individuos, mediante la cooperación social, que compitan con el Estado. Por muy nobles que sean sus propósitos, los agentes del Estado son seres humanos, pasibles de cometer errores e inmoralidades en el ejercicio del monopolio de la violencia. En consecuencia, ninguna cuestión que afecte a los individuos debería estar sujeta al control central de una organización como esta. Finalmente, alguien que defienda la separación del Estado de la religión, la cultura y la moral, no podría defender a la vez la intervención monopolizada del Estado en la economía, la emisión monetaria y el derecho, sin caer en una amarga contradicción.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


1 Rothbard, Murray, La anatomía del Estado, Unión Editorial, Argentina, 2021, p. 9.

2 F.A., Hayek, “La confusión del lenguaje en el pensamiento político”, en Nuevos estudios de Filosofía, Política, Economía e Historia de las Ideas, Unión Editorial, 2ª Ed., Madrid, 2015, p. 99.

3 Para una breve y clara explicación sobre el origen del dinero, véase von Mises, Ludwig, Teoría del dinero y del crédito, Unión Editorial, 2ª Ed., Argentina, 2012, pp. 3-10.

4 Ibid., p. 3.

5 Para un análisis sobre los problemas de la moneda de curso legal y la posibilidad de que la emisión monetaria pase ser una cuestión propia del mercado libre, véase Hayek, F.A., La desnacionalización del dinero, Biblioteca de Economía, Ed. Orbis, Buenos Aireas, 1985, pp. 9 y ss.

6 Hayek, F.A., “La Constitución de un Estado Liberal”, en Nuevos estudios de Filosofía, Política, Economía e Historia de las Ideas, Unión Editorial, 2ª Ed., Madrid, 2015, p. 134.


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