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Cualquiera atribuiría a Felipe Quispe sostener que el porvenir de Bolivia es ser la nación de la raza (los aymaras) “más enérgica, más fuerte, más apta para la civilización y más fácil para asimilarse los grandes conocimientos del progreso humano”.
Pero no, se trata de un “contemporáneo” nuestro que, sin embargo, publicó su libro en 1914, el año de su muerte, tiempo después de la publicación del texto de su hijo Franz, Creación de la pedagogía nacional. En Habla Melgarejo, el tirano llega invocado por unos espiritistas, primero a defender su gobierno (chance que le vendría bien a más de un expresidente) y luego a opinar de todo. Este libro fue reditado por el Concejo paceño en diciembre de 2018, cuando Luis Revilla era alcalde.
Melgarejo habla, por ejemplo, de los mestizos que “enfáticamente se llaman blancos” (¿se podría decir lo inverso ahora?). Tamayo muestra así que los problemas nacionales permanecen como si un siglo no hubiera pasado. Es más, nos hace intuir por qué la noción de progreso no existía para los antiguos.
Tamayo fue oficial mayor de Melgarejo y diputado e inspirador de la Constitución de 1868. Por si la estela de Melgarejo no fuera suficiente para acobardar, Tamayo fue subsecretario de Daza en la guerra del Pacífico. Sus peripecias no cesaron allí, como reseña el Diccionario Histórico de Josep Barnadas. Este, a propósito de Habla Melgarejo, apunta que “no destacó por una especial lucidez histórica”, aunque, como sabemos, distinto se lee el pasado dependiendo de cómo va el presente. No por nada el Diccionario de Barnadas vio la luz en abril de 2002.
Con cierta fobia, Melgarejo explica qué pasa en la Argentina, “rebatiendo” a quienes aducen que la decadencia rioplatense es peronista: “(Argentina) ha visto transformar sus campos y sus ciudades, antes de que su carácter esté formado ni definido: poseyendo riquezas que no ha sabido crear (sino gracias al esfuerzo y los capitales europeos)”. El pueblo argentino “ha adquirido los defectos del niño mimado y voluntarioso, del advenedizo, que de la noche a la mañana se encuentra rico, sin que su riqueza le hubiese costado ni el esfuerzo perseverante ni el trabajo sistemático ni ninguno de los sacrificios que crean la riqueza y dan la fortuna”.
Melgarejo se ocupa también de nuestras relaciones exteriores. Primero, defendiendo su legado, en un revisionismo histórico que tal vez contiene un gramo de verdad. Melgarejo alega que el Tratado con Chile de 1866 habría fijado límites duraderos, de no ser por la irresponsable alianza con Perú: el tratado secreto de 1873. Chile se armó por él, comprando acorazados para enfrentar a la alianza, lo que tuvo un crucial peso en la guerra. La alternativa era el arbitraje, afirma Melgarejo, pero nos metimos por giles a ese conflicto por el predominio en el Pacífico.
Al Perú, Melgarejo le critica usar lisonjeras frases sobre el origen común, la identidad de destinos, a la vez que compite con Bolivia, en el siglo XIX por el afán peruano en el monopolio salitrero. Perú, dice, tiene intereses contrarios por geografía y comercio a los bolivianos, y eso no cambia por poemas del acervo compartido.
Tamayo es nuestro “coetáneo” por sus tan actuales miradas. Como un blasfemo del presente, aduce que “los síntomas de la desorganización son las huelgas, el feminismo y el socialismo”. En materia política y económica, se acerca a los libertarios de hoy. Para él, el privilegio del Estado es resabio del Derecho Romano, opresor de individuo. Tamayo añade que el Estado es “de todos” y que “el interés de todos es el interés de nadie; el interés de cada uno es el interés de todos”.
Para Tamayo, Bolivia carece de sentido práctico y por eso su exceso de imitación de lo externo produce engendros monstruosos y “algunas veces de un ridículo sublime”. A eso y a la falta de sentido práctico se deben todos nuestros fracasos, sentencia.
Después de esto y de lo mucho que dice Melgarejo en el libro, uno se pregunta si la Bolivia de hoy difiere tanto de la de ayer; nuestros humores, cíclicos, parecen destinados a esconderse y reaparecer eternamente.