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Justicia social en la redistribución de recursos y escaños

Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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Durante el tratamiento de la ley del censo en la Asamblea Legislativa Plurinacional, parlamentarios del Movimiento Al Socialismo (MAS), principalmente del occidente del país, han planteado la redistribución de recursos económicos y escaños en el congreso nacional como un problema de avaricia del departamento de Santa Cruz. Lejos de eso, ambas prácticas tienen una base ética, a la que justamente algunos parlamentarios del MAS –por su cargado discurso ideológico– estarían traicionando al oponerse a ellas: la justicia social.

Éticamente, sin duda hay un tema de igualdad ante y cumplimiento de la ley. La Constitución Política del Estado y las leyes bolivianas, hechas por el mismo MAS, son muy claras; hay 130 escaños que deben repartirse por territorio en el Senado y por población en la Cámara de Diputados, al igual que los recursos económicos percibidos por el Estado (aunque 15 por ciento va hacia las regiones y 85 por ciento se queda en el Estado central). Pero, como el MAS ha demostrado, en un sinfín de ocasiones, que la igualdad ante y cumplimiento de la ley no son su fuerte, concentrémonos en lo que ellos presumen –indignamente– como el padre de sus valores morales: la justicia social.

Cuando las personas abandonan la tierra en que nacieron, en la mayoría de los casos no lo hacen de forma voluntaria ni llena de felicidad. Al contrario, son expulsados por la más intolerable miseria, cuya responsabilidad es, en gran medida, de sus representantes políticos en todos los niveles estatales. Por supuesto que existen factores externos que intensifican la pobreza en estas regiones, como ser la economía global o el cambio climático. No obstante, si sus gobernantes no atienden sus necesidades, y además son corruptos, pues no es una sorpresa el triste resultado. Una región a la que le va un poquito mejor –porque no vayamos a creer que Santa Cruz es Luxemburgo– ¿qué culpa tiene de males que ocurren a cientos de kilómetros de distancia? Si en occidente se vive peor, no es culpa de las personas que habitan y trabajan en Santa Cruz (entre la que se encuentran sus mismos parientes), sino de la desatención y el mal manejo de recursos por parte de sus representantes en el Estado central y sus entidades territoriales.

Ahora bien, en vista de que personas –principalmente en situación de pobreza– están emigrando hacia otra región en busca de una mejor vida, ¿no es cuestión de sentido común que, aunque viviendo en otro lado, sigan siendo representadas políticamente y su nueva entidad territorial reciba los recursos correspondientes a cada individuo que emigra? A lo mejor sus nuevos representantes velan de forma más efectiva por sus intereses y administran más eficientemente sus recursos, de modo que adquieran, por ejemplo, un servicio de salud o una educación alguito mejor que en su lugar de origen. No es que la administración pública en Santa Cruz no dé pena, pero cualquier progreso en la vida de un individuo, que está huyendo de la miseria de su casa, es moralmente más aceptable que mantener el status quo.

En ese marco, que las personas expulsadas de sus hogares no lleven consigo su representación política y sus recursos económicos, constituye una injusticia social. Sus problemas, sus viejas y nuevas necesidades, así como sus intereses, si antes no eran escuchados por la negligencia de sus representantes, ahora no lo serían porque esa posibilidad ni siquiera existiría. Si antes sus recursos económicos eran mal manejados, la asignación de estos ahora ni siquiera contemplaría su existencia o calidad de seres humanos. ¿Qué sentido tiene que los escaños y recursos, que pertenecen por derecho a las personas expulsadas por la pobreza, se queden con aquellos a quienes no corresponde por cuestión de igualdad entre ciudadanos y, en muchos casos, quienes podrían no tener siquiera la urgencia económica de partir? Visto desde esta perspectiva ética, por tanto, no hay forma de concebir algo de justicia social en la oposición a la redistribución de escaños y recursos económicos según el número de habitantes.

No obstante, que exista una base ética relacionada a la justicia social en estas prácticas, además de hacer prevalecer la igualdad ante y el cumplimiento de la ley, no significa necesariamente que no se puedan encontrar mecanismos para compensar a las regiones que perderían recursos y escaños. En el primer caso, un nuevo pacto fiscal, vieja demanda cruceña, incluso podría elevar los ingresos de las regiones que están perdiendo población. Si la porción del pastel a repartir es más grande, por ende, le tocará más a cada individuo y a su respectiva región. Asimismo, un fondo solidario de compensación, que aborde las pérdidas por cuestión de redistribución previas a un nuevo pacto fiscal, es una opción viable y razonable como medida de transición (e incluso permanente, de demostrarse necesario). En el segundo caso, si se trata de no perder representantes o de estar al menos equitativamente representados en la Asamblea Legislativa, lo más justo sería aumentar el número actual de parlamentarios. De esa manera, la cantidad de representantes por número de habitantes se mantendría en un número razonable y similar al que se tenía cuando el país tenía, por ejemplo, aproximadamente 10 y no 12 millones de habitantes como ahora. De todos modos, pretender mantener la actual composición parlamentaria, aun cuando no corresponde con la cantidad de habitantes de cada región, es un sinsentido que solo crea desigualdad y constituye una evidente injusticia.

En conclusión, en vez de creer que Santa Cruz es el problema, es moralmente más defendible –y en la práctica mucho más efectivo– exigir un pacto fiscal que asegure más recursos económicos para las entidades territoriales, con un fondo solidario de compensación al menos por el período transición, y un aumento en el número de parlamentarios que esté más acorde a la nueva realidad poblacional del país. En cualquier caso, no existe base ética para considerar a Santa Cruz como el enemigo de occidente, tal como sostienen algunos parlamentarios del MAS. El enemigo de occidente es más bien su representación política, tanto en entidades territoriales como en el Estado central. Particularmente este último, de hecho, el cual históricamente se ha negado a asignar más recursos económicos para sus localidades y a impulsar una reforma del paisaje electoral por miedo a que el MAS pierda poder. Pero, al final, el que actúa injustamente por miedo a perder, definitivamente no es más que un cobarde.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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