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La corrupción no tiene fronteras

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La ex presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner se encuentra acusada de ser la jefa de una organización criminal creada “desde la cúpula del poder”. El fiscal Diego Luciani ha pedido 12 años de cárcel y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos de la actual vicepresidenta, porque la considera jefa de “la mayor maniobra de corrupción que se haya conocido en el país”.

El juicio en los tribunales de Buenos Aires ha evidenciado que la corrupción ha sido dirigida —en unos casos y consentida en otros— desde el mismo gobierno. El pedido de condena es el punto culminante de la llamada “causa Vialidad”, en la que ex mandataria y otros 12 imputados están acusados de desviar fondos de la obra pública para enriquecerse. La reacción de la ex mandataria ha sido declararse inocentes, victimas del revanchismo y perseguida política.

El caso pone de manifiesto que el fenómeno delictivo no tiene límites, ideología ni fronteras. Y evidencia que al interior del gobierno argentino ha existido un “estado de corrupción” o cultura general permisiva que se encargaba de fomentar las prácticas corruptas. Esta cultura permisiva no sólo expande los efectos de la corrupción, sino que la convierte en un mal endémico, donde toda la organización corrupta tiende a influir en la conducta de las personas que la integran, y la que no participan se ponen en una situación de riesgo laboral.

Este fenómeno se ha convertido en una amenaza global, que socava la legitimidad de las instituciones, atenta contra la sociedad, el orden y el desarrollo sostenible e integral de los pueblos. Los vínculos entre la corrupción, el blanqueo de dinero, el narcotráfico, el contrabando, el tráfico de armas, etc., ponen en peligro la estabilidad de las instituciones democráticas.

Las prácticas corruptas no son privativas de ningún país en particular; se encuentran globalizadas y socavan tanto las estructuras del sistema capitalista como del sistema socialista. La corrupción ha dejado de ser un problema nacional para convertirse en un “cáncer” general, que degrada sistemáticamente las instituciones sociales y los valores esenciales de nuestra civilización.

Tal es la gravedad de este fenómeno social que las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos ―por separado―, no sólo han condenado las prácticas corruptas y exhortado a los Estados para que adopten disposiciones legislativas idóneas, sino también han denunciado los problemas que plantea la corrupción para la estabilidad política e institucional, la seguridad de las sociedades y el imperio de la ley.

En la interpretación de las Naciones Unidas, la corrupción constituye un fenómeno universal que afecta a todas las sociedades y economías y, al mismo tiempo, demanda la cooperación internacional para prevenir y luchar contra sus causas y múltiples consecuencias. El sistemático trabajo de la ONU, pone de manifiesto no sólo la gravedad del problema, sino también la necesidad de tomar conciencia de los riesgos que suponen las prácticas corruptas, y advierte que se requiere un enfoque amplio y multidisciplinario para prevenir y combatir eficazmente la corrupción.

La corrupción generalizada distorsiona y contamina el sistema económico y financiero, y tiene efectos negativos en los niveles de inversión, crecimiento, igualdad y bienestar de la población. Aparte de sus connotaciones éticas y sociales, la corrupción provoca un costo social en la medida en que las decisiones son ejecutadas por funcionarios públicos sin tomar en cuenta las consecuencias adversas (externalidades negativas estáticas y dinámicas) que ellas tienen sobre la comunidad. La corrupción trastoca e invierte los valores esenciales como la transparencia, honestidad, la vocación de servicio, etc.

Combatir la corrupción requiere un enfoque más audaz que involucre a los gobiernos, a los servidores públicos, a las empresas, y la sociedad civil para generar el necesario shock sistémico que supere la crisis de confianza entre los ciudadanos y fortalezca la cultura democrática. Los gobiernos necesitan responder al descontento ciudadano mediante reformas estructurales en la contratación pública y en la financiación de las campañas. Una mayor transparencia en los contratos gubernamentales, en los presupuestos públicos y la utilización de herramientas innovadoras de las tecnologías de la información pueden ser muy útiles para combatir la corrupción.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo

 


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