OpiniónInternacional

Las «fake news» y el problema de la verdad

La democracia requiere de ciudadanos libres que tomen decisiones políticas basadas en el conocimiento de hechos verdaderos. Las fake news socavan la confianza indispensable para esto.

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Por Ignacio Blanco Alfonso1

En los últimos tiempos se alzan voces, algunas distinguidas, en contra del clamor académico e institucional que trata de alertar del impacto de las llamadas fake news en la calidad de la democracia. Querría plantear algunas objeciones a estas voces que de algún modo relativizan dicho impacto, cuando no cuestionan la propia existencia de las fake news, y aportar al debate algunas ideas para la reflexión.

Comencemos por reconocer que el término fake news es incómodo. Como cualquier palabra que intenta sintetizar un fenómeno novedoso y complejo, fake news resulta incompleta e imprecisa. De entrada, es un anglicismo que, como tantos, se ha impuesto de manera global; pero, precisamente el hecho de ser un neologismo, ofrece un primer indicio epistemológico y es que carecemos en castellano de un término equivalente.

Una definición de fake news

Fake news no es lo mismo que bulo, mentira, o propaganda, aunque sea simultáneamente bulo, mentira y propaganda. Fake news designa un tipo de mensaje falso con apariencia de verosimilitud, a menudo difícil de desenmascarar; que persiste en el tiempo, aunque sea desmentido. Tiene cierto grado de sofisticación que en algunos casos los hace indetectables para el ojo humano (deep fake). Es emitido habitualmente por fuentes anónimas o desconocidas, y se propaga entre amplias masas de público a gran velocidad.

El problema etimológico de la expresión fake news ya fue señalado en 2018 por la Comisión Europea en el Informe del Grupo de Expertos de Alto Nivel sobre las noticias falsas y la desinformación en línea. En ese documento se indica que la expresión noticia falsa es problemática porque no refleja todos los problemas relacionados con la desinformación, por ejemplo, las parodias. Además, la palabra noticia sitúa el problema en el terreno de juego de la prensa, como si las fakes fueran obra de los periodistas. Esto es lo que hizo Trump al acusarlos de ser «las personas más deshonestas del planeta», no para señalar supuestas noticias falsas, sino las noticias que le desagradaban.

El hecho incuestionable, más allá de lo acertado de la expresión, es que el sistema de comunicación digital entre pares ha favorecido la propagación de mentiras hasta niveles desconocidos. Nos referimos a la mentira como la definió San Agustín: «no miente aquel que cree que lo que dice es verdad». Es decir, mentir implica la intención de no ser honestos con la verdad, que es justamente el elemento constitutivo de la fake news.

fake

 

Pero ¿qué es la verdad? Nos asomamos a uno de los grandes problemas filosóficos de todos los tiempos. ¿Existe la verdad? ¿Una verdad? Cuando un fact-checker comprueba unos hechos y clasifica un mensaje como falso, ¿está imponiendo su verdad?

¿Verdades rígidas?

El asunto es complejísimo, pero la respuesta no puede ser que «en democracia, ninguna verdad es rígida, y el respeto debe ser la regla», como recientemente proponía Francisco Leturia en el artículo titulado «Fake news y purificación social» en La Segunda (Chile). Desde ese postulado se entiende que, al amparo del derecho a la libertad de expresión, se solicite respeto por «quien quiera exponer que la Tierra gira alrededor del Sol (o lo contrario)» (ibidem). Seguramente es un mal ejemplo, porque el respeto hacia el prójimo no nos exime del deber de señalar que esa afirmación no es verdadera.

Aceptar que hay algunas verdades rígidas —donde rígidas quiere decir demostradas por la ciencia— no menoscaba en absoluto el derecho a la libertad de expresión de quien no quiera creerlas. Pero al contrario sí: negar esas verdades sí que menoscaba el derecho de los ciudadanos a la libertad de expresión, libertad que en una de sus tres dimensiones jurídicas incluye el derecho a recibir información veraz.

El camino de relativizar la verdad (rígida) de ciertas realidades realmente no ayuda al debate sobre las fake news y su impacto en la calidad de la democracia. Dar cabida en un programa de televisión en prime time a quien defiende que la Tierra es plana o que las vacunas producen autismo no es ejercer el derecho a la libertad de expresión; es permitir que mensajes falsos intoxiquen la opinión pública y confundan a los ciudadanos, sin producir más beneficio que el económico de la propia cadena que los emite.

Un abordaje serio

Si queremos abordar en serio el debate, podemos apoyarnos en el aparato metodológico de la fenomenología. Con la filosofía de Husserl se consiguió superar el exacerbado positivismo del siglo XIX que reducía lo verdadero a lo empíricamente demostrable, dejando fuera de tal verdad todo lo concerniente al mundo de las ideas, los sentimientos, e incluso las propias instituciones.

No poder demostrar que algo que percibimos es real no quiere decir que no lo sea. Esto supone la capacidad del ser humano para superar la violencia que impone el objeto-físico (eso que vemos, palpamos, oímos, olemos) y aceptar la existencia del objeto-fenómeno —o simplemente fenómeno—, es decir, lo que realmente percibimos.

¿Dónde está la verdad?

El gran filósofo español contemporáneo José Ortega y Gasset completó el principio radical de la fenomenología con su teoría del perspectivismo. En «Unas gotas de fenomenología» (primer capítulo de La deshumanización del arte), Ortega plantea el siguiente caso: un hombre ilustre agoniza. Asisten a la escena su esposa, un médico, un periodista y un pintor. Cada uno de ellos observa una misma realidad, pero lo que perciben es radicalmente diferente, pues si para la esposa la muerte del marido es un drama personal, para el médico es un caso clínico, para el periodista, una noticia y, para el pintor, un cuadro. Sus puntos de vista son tan distantes que casi sería más exacto decir que asisten a realidades diferentes. Ahora bien, ¿cuál de estas cuatro realidades es la verdadera? Todas lo son, cada una de acuerdo con el punto de vista del observador.

fake news

Si trasladamos estos planteamientos filosóficos a nuestra vida cotidiana, comprobaremos que todo el tiempo nos enfrentamos a situaciones semejantes. Y así, ante el fenómeno de la inmigración unos perciben una amenaza para su identidad cultural y el Estado del bienestar, y otros, una oportunidad de crecimiento demográfico y de riqueza multicultural. Un mismo hecho y dos puntos de vista diferentes; tan diferentes que casi sería más exacto decir que asisten a dos hechos distintos.

Con la fenomenología llegamos a una definición si no absoluta, al menos comprensiva de la verdad. La razón por la que cada observador percibe una realidad divergente nos llevaría a sumergirnos en el complejo mundo de las ideas y las creencias. Queda sugerido el tema para otro artículo. De momento, quedémonos con que el periodista es un observador de la realidad. Su relato será, con frecuencia, el único contacto que el lector tendrá con dicha realidad. De ahí que se insista en la ineludible honestidad del periodista con los hechos.

Crisis de la democracia, crisis de su periodismo

Hace exactamente un siglo que Walter Lippmann señaló esta peculiar circunstancia del trabajo periodístico y su impacto en las democracias liberales. «En sentido estricto, la crisis actual de la democracia es una crisis de su periodismo», dijo Lippmann, y alertaba de que la mayor parte del conocimiento que el ciudadano tiene del mundo exterior no procede de su experiencia directa, sino del relato que otros hacen sobre ese mundo exterior.

Esos otros solían ser los periodistas, pero la exclusividad de este rol se volatilizó con la irrupción de las redes sociales. A priori esto no es negativo, pero sí problemático, pues en la medida en que el ciudadano conocía al emisor era capaz de intuir la intención del mensaje. Y, a la inversa: en la medida en que desconocemos quién nos habla, somos incapaces de adivinar qué intereses le mueven a compartir un determinado mensaje.

En conclusión, el problema de las fake news, o mensajes falsos difundidos por las redes sociales por emisores anónimos, menoscaba la democracia porque limita nuestros derechos civiles. La democracia consiste en que ciudadanos libres toman decisiones políticas basadas en el conocimiento de hechos verdaderos. De ello se infiere que sin información (verdadera) no hay libertad (de elección); y sin libertad, no hay democracia.


1Catedrático de Periodismo y director del Máster en Verificación Digital, Fact-Checking y Periodismo de Datos de la Universidad CEU San Pablo (Madrid, España).

*Este artículo fue publicado en panampost.com el 19 de diciembre de 2022

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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