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Reivindicar el populismo

Pedro Portugal Mollinedo

De formación historiador, autor de ensayos y análisis sobre la realidad indígena en Bolivia, fundador del mensual digital Pukara

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La definición más comúnmente admitida de populismo es aquella que la puntualiza como el conjunto de ideas y prácticas políticas que apelan al sentimiento de las grandes masas sociales a fin de ganar su simpatía y aplicar medidas que defiendan sus intereses. 

Hasta aquí, tan definición no tendría nada de extraordinaria y ofensiva. Todo lo contrario, si entendemos a la política como como la actividad que busca el ejercicio del poder público. Un poder público legítimo debería reflejar las características y aspiraciones de la población a la que representa. 

Sin embargo, el calificativo de populista ha llegado a tener una connotación peyorativa. Los argumentos son que, al exaltar pasiones y sentimientos, los populistas soslayan el racionalismo, llegando a ser así simples embaucadores de masas. Así, el populismo sería atributo de poblaciones retrasadas y de sistemas políticos sub desarrollados. De esta manera, un político o una organización política –especialmente en áreas socio geográficas como la nuestras-, para adquirir respetabilidad hará todo para que el motejo de populista no se le cuele.

Ello conduce a una dependencia política de modelos que conjeturamos los mejores y a una actitud de vergüenza hacia nuestra propias características y condiciones. Es innegable que poseemos condiciones penosas, que requieren ser mejoradas, superadas y, algunas de ellas, directamente eliminadas. Pero ello es posible solo a partir de la interiorización y de la acción sobre nuestra propia realidad. En un país como el nuestro, en donde al mismo tiempo nuestras mayores glorias y nuestras peores taras provienen de la experiencia convulsiva de dos modelos enfrentados y toda vía en espera de síntesis –el de las civilizaciones indígenas, simbolizadas en el Tawantinsuyu, y el de la injerencia occidental, significada en el imperio español del s. XVI- muchos vivimos pasmados por el espejismo de la excelencia anglosajona de los países del norte de Europa.

El asunto respecto al populismo se torna escabroso cuando constatamos que también existe en los sistemas de países que los creemos inmunes a él. Populista fue en los Estados Unidos el fugaz People’s Party surgido a fines del siglo XIX. ¡Y, recientemente, fue presidente de ese país un personaje –Donald Trump- a quienes sus detractores les deleita motejarlo de esa manera!

Es posible, entonces, que populismo sea simplemente un calificativo para identificar a todo aquello que atenta contra la democracia liberal, entendida ésta no solamente como un sistema político, sino también como la expresión de un cuerpo de ideas, de un modelo cultural y civilizatorio, con todo lo limitado y portentoso que implica esa caracterización.

Los modelos que imperaron históricamente se consideraron a sí mismos siempre los mejores, los únicos. Discordantemente es posible constatar al mismo tiempo su caducidad y su permanencia. Su caducidad, porque al respaldarse en modelos de política y de Estado tangibles, estos son ineluctablemente perecederos. Su permanencia, pues al asumir las aspiraciones de la humanidad interpretando lo pasado, trasmiten así al futuro aportes insoslayables en base de los cuales lo nuevo siempre construye su novedad. 

Es posible, entonces, que el populismo sea una voz de alerta. Quizás ciertos modelos de sociedad, asentados en el éxito material de quienes lo pregonan, repugnen íntimamente a los “sectores populares” por alejarse drásticamente de sus valores y convicciones, reacción que al expresarse públicamente es interpretada por algunos más como un refugio conservador que como un clamor por modelos más adaptados a la realidad que viven. De ahí, posiblemente, el carácter anti elitario de todo populismo.

¿Será necesario reivindicar el populismo? Pregunta tanto más acuciosa cuanto que en el continente de más en más la preferencia electoral se vuelca hacia candidatos de esas características. Y no hablamos solamente de Bolsonaro, actual presidente de Brasil, o de Nayib Armando Bukele Ortez de San Salvador, de Maduro en Venezuela (recordando que ya antes el derechista Rómulo Betancourt era calificado de esa manera), de Andrés Manuel López Obrador en México o de tantos otros… Lo que más atrae nuestra atención es la reciente elección presidencial en Colombia, donde el sistema de partidos colapsó y a población tuvo que optar entre dos candidatos, un populista de izquierda, versus uno de derecha. En este ambiente, ¿cuáles las sorpresas que nos deparará en Bolivia las elecciones del 2025?

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Pedro Portugal Mollinedo

De formación historiador, autor de ensayos y análisis sobre la realidad indígena en Bolivia, fundador del mensual digital Pukara

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