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Un gobierno o una turba

Lupe Cajias

Periodista e historiadora

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Esta semana cierra con pocas certezas. Sin embargo, queda claro, si miramos en prospectiva, que pase lo que pase, los bolivianos en Santa Cruz han ganado. En la otra esquina, pase lo que pase, el Estado Plurinacional gobernado por el Movimiento al Socialismo (MAS) ha perdido.

La disputa profunda es por el control de un territorio que se presenta como el presente y el futuro por sus condiciones geográficas, demográficas y productivas. Por una quimera que es comparable a ese “sueño americano” que persiguen cientos de personas. Para alcanzarlo enfrentan mares y montañas; no importa empezar de cero porque la ilusión da más fuerzas que los obstáculos.

El recuento de esos habitantes, igual que en todo el país, debería ser rutinario. Fue anunciado por el propio Gobierno para este mes, noviembre de 2022. Sin embargo, fue postergado hasta la víspera del Bicentenario por motivos oscuros. Quienes piden que se cumpla la normativa -censo cada diez años- son castigados físicamente y desde el MAS los acusan de golpistas, separatistas, racistas.

Este es el primer absurdo: los convocados a cumplir las leyes, las ignoran. El Gobierno presidido por el binomio Luis Arce Catacora – David Choquehuanca, con el soplido permanente del cocalero Evo Morales, ha superado el extravío de otras duplas y triunviratos de los años anteriores a la democracia.

Desde la Casa del Pueblo envían como negociadores a personajes que no conocen suficientemente el trasfondo de lo que es un censo moderno y que (otro agravante) dan muestras de limitaciones intelectuales. Entre ellos mismos se mandan callar porque cada cual intenta un argumento diferente.

Desde las organizaciones azules, salen voces que reflejan el grado de ignorancia de esa población: “¿Por qué Camacho no pidió censo hace cinco años?”; “acaso se necesita censo”; “le doy 72 horas, 48, 24, si no renuncia voy a ir a Santa Cruz para que reciba la carta”; y otras declaraciones patéticas.

También se escuchan amenazas para ir a cercar la ciudad, para matar a sus dirigentes (silencio del No Defensor del Pueblo y de otras instituciones autodeclaradas defensoras de derechos humanos). Otros anuncian que quieren pelear a puños, como en el tinku, pero sin ritual. Ojalá alguien haga el recuento de todas esas frases.

En resumen, las palabras de sus aliados enlodan más al Gobierno que a sus opositores. Ni tocan a quienes exigen que se cumpla la ley y se organice un censo con personal idóneo y tecnología adecuada para tener los resultados oportunamente.

El Gobierno, como ya hizo en La Paz, en Cochabamba y en Potosí, se ve obligado a acarrear gente para contrarrestar a los citadinos que protestan. No solo a militantes pues ahora usa el método orteguista: lumpen, marginales, presos, hambrientos, dispuestos a todo porque no tienen nada que perder. Esa es la derrota política del MAS.

El extremo está en aprovechar la misión constitucional de la Policía para proteger a esas bandas delictivas, a los agresores, a los que rompen cabezas de periodistas, a los que pegan a los ciudadanos. Como en Las Londras, cuidan a los avasalladores, a las turbas, a quienes también azotan a los uniformados.

Escondidos en el anonimato, bajo capuchas. Anónimos. Siempre en hordas porque no les alcanza la matonería para dar la cara y responder con argumentos, uno por uno. Ese es el autoexterminio del No Estado Plurinacional.

En 1979, una huelga escalonada, cumplida sobre todo en La Paz y en las minas, derrotó a una asonada civil militar en 16 días. Ni siquiera los muertos eran enterrados y los féretros se acumulaban en una de las imágenes más originales que recuerdo como periodista. Ni los tanques del Tarapacá ni la represión de los paramilitares frenó la valentía de los bolivianos.

Ahora aparecen nuevos “mariscales de la muerte”, como aquel de la Pérez Velasco en la Masacre de Todos Santos, para atemorizar a los habitantes de Santa Cruz. Seguramente no lo lograrán, ni con hordas, ni con gases, ni con balas. Esa es la derrota militar.

Ninguna maldad cambia la realidad. Un vociferante agrario amenaza con cercos del siglo XVIII. Si mirase a su alrededor vería su tierra original abandonada. Su abuela como la última habitante, pobre y hambrienta, analfabeta; sus padres viven en El Alto con ocupaciones eventuales; sus hermanos se fueron a Chile y sus trabajos bordean lo ilegal. Su esposa viste pollera solo para las fiestas. Sus hijos imitan a ídolos coreanos y quieren irse a Santa Cruz.
Esa es la derrota histórica.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Lupe Cajias

Periodista e historiadora

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